Todos eran mis hijos/Arthur Miller/Claudio Tolcachir
Culminación del drama
Obra: Todos eran mis hijos – Autor: Arthur Miller (1947) – Traducción: Mónica Zavala – Intérpretes: Carlos Hipólito (Joe Keller), Gloria Muñoz (Kate Keller), Fran Perea (Chris Keller), Manuela Velasco (Ann Deever), Jorge Bosch (George Deever), Nicolás Vega (Dr. Jim Bayliss), María Isasi (Sue Bayliss), Alberto Castillo-Ferrer (Larry Lubey), Ainhoa Santamaría (Lydia Lubey) – Dirección: Claudio Tolcachir – Diseño de escenografía y vestuario: Elisa Sanz – Diseño de iluminación: Juan Gómez Cornejo – Música: Federico Grinbank – Producción: Producciones Teatrales Contemporáneas.
Con la sala llena a rebosar, el Español de Mario Gas abre temporada. En cartel, Todos eran mis hijos, otra obra de Arthur Miller que aspira a revalidar el éxito que obtuvo La muerte de un viajante en 2009. Sus principales atractivos además, claro está, del dramaturgo: la presencia en el reparto del siempre magistral Carlos Hipólito y el hecho de que, como fue el caso con Daniel Veronese el año pasado, la dirección se haya encargado ahora a Claudio Tolcachir, otro “crack” en ascenso de la puesta en escena.
Desde que comienza la representación, todo transcurre como una seda. Apenas apagadas las luces de la sala, bastan unos instantes para que nos veamos inmersos en el área residencial de una pequeña ciudad de Estados Unidos, recién acabada la Segunda Guerra Mundial, e irrumpamos en el mundo de la familia Keller, apacible y unida en apariencia pero desmembrada por la ausencia de Larry, uno de los dos hijos, desaparecido en combate durante la contienda. Sin esa pieza y a pesar del apoyo que parecen brindarle sus vecinos, la máquina familiar va a trompicones, gripada por el convencimiento de la madre, Kate, de que su hijo no ha muerto y un día tiene que volver. Presunción sin fundamento alguno que se ha convertido en enfermiza y que Kate trata de imponer a su marido Joe y su otro hijo, Chris, obligándoles a mantener, al menos ante ella, una actitud de ilusionada espera. De quedarse ahí la obra, todo se reduciría a una desdicha doméstica, una de esas calamidades que provoca la guerra en las familias abriendo hueco en ellas o extinguiéndolas al albur del destino, otra de esas tragedias de la era moderna en que las veleidades de los dioses vienen sustituidas por las disputas entre las naciones o los altibajos de las bolsas.
Pero, aún preservando como fondo ese aliento trágico tan suyo, Miller quiere escribir aquí no una tragedia antigua sino un drama de hoy que lleve a las tablas una historia entre seres humanos corrientes y molientes en quienes se reconozca el espectador, con cuyas cuitas mantenga despierta su atención y se emocione, y que le conduzcan además a un desenlace del que su espíritu pueda sacar algún provecho. Sentimiento y sentido, los dos batientes de la puerta del drama. Y para traspasar ese umbral y adentrarse en el género de lleno, el autor trama una peripecia que, naturalmente, no es éste el lugar de desvelar, pero en la que combina, con la maestría que le es habitual, un buen puñado de fuertes caracteres: la aparente bonhomía y humanidad de Joe, el pater familias, sólo perturbada por algo que ocurrió y nos oculta; el idealismo del joven Chris, que tiene a su padre en un altar; la entrega y entereza de Ann Deever, su prometida; la añoranza de un pasado feliz y la cruda realidad del presente entre las que se debate George Deever, su hermano; o esos personajes menores que le ponen la sal y la pimienta a la obra (su vecino Frank Lubey, siempre tan inoportuno y metepatas, o esa mala pécora de Sue y su fracasado marido, el doctor Bayliss, que “a veces trata de acordarse del hombre que quería ser”). Por no olvidar a la propia Kate, factótum de la estirpe y guardiana de todos sus secretos, quien con su empecinamiento en que Larry sigue vivo intenta construir una barrera de protección alrededor de Joe aunque se lleve por delante a su otro hijo. Y es que en alguna manera intuye que, si un día se desvanece esa ficción, su marido terminará por comprender que no sólo perdió a su hijo mayor sino que eran también “sus” hijos todos los que murieron con él.
A partir de esos caracteres, rebosantes de vida y de conflictos, Miller construye sus diálogos con la precisión de un calígrafo. Cada intervención está medida y cada réplica en su sitio. Consciente de que los personajes se hacen con lo que dicen, no hay en su texto nada gratuito, todo aporta y todo significa en busca del objetivo final: que cada papel represente a una persona de carne y hueso. No hay lugar en el drama para ideas o emociones que no se expresen a través del gesto y la palabra de un “intérprete”, el actor, nuestro semejante. Igual ocurre con la estructura dramática de la acción, tiene que ser verosímil para que nos convenza y nos la podamos creer. Al fin y al cabo, el drama es una réplica del mundo, un simulacro de la realidad que, a base de artificios, tiene que parecer verdad. Y es a ese desmontaje de las apariencias al que procede Arthur Miller cuando, bajo el “buenismo” generalizado que parece caracterizar a nuestras civilizadas sociedades, van apareciendo las pequeñas miserias personales – la codicia, la irresponsabilidad, la traición al amigo, el silencio culpable – que pueden terminar, como en el caso de Joe, en la comisión de un crimen espantoso. Es la fuerza del drama revelarnos que no son los dioses sino los hombres los que mueven los hilos del destino. Ésa es su grandeza y responsabilidad como género. Justo el instrumento que necesitaba el autor para contarnos cómo, aún en momentos de heroísmo y sacrificio de toda una nación, siempre hay alguien que sólo piensa en preservar sus intereses.
Resulta admirable ver cómo va respondiendo el público a medida que avanza la representación. Ni un murmullo ni una tos. Sólo unas risas cuando el autor las quiere por descargar un poco la tensión. Y al final, incontenibles, saltan las lágrimas. La ovación, claro está, es clamorosa. Poco importan al público algunos detalles aún por redondear: el encaje definitivo de Carlos Hipólito en un personaje que, de entrada, físicamente no le va, el hervor que aún le falta a la joven pareja formada por Manuela Velasco y Fran Perea, cierta ralentización en el meteórico ritmo que Claudio Tolcachir le imprime a la pieza provocando un precipitado desenlace… o ese bosque demasiado imponente que ocupa el “backyard” de los Keller. “¡Paparruchas!”, que diría el Scrooge de Dickens, la función es espléndida en su conjunto y el aviso de “no hay localidades” parece asegurado hasta que se retire del cartel.
Difícil lo tiene en nuestro país ese otro teatro, el “postdramático”, que teorizó el profesor Hans-Thies Lehmann en su famoso y revelador libro. Está claro que, para nuestros espectadores, teatro es sinónimo de drama. Habrá que esperar, sin duda, algunos años hasta que seamos capaces de apreciar, aunque sea en circuitos paralelos, el interés y la modernidad de un arte que, como lo hizo la pintura abstracta en su tiempo, sustituye su propia realidad a la imitación de la vida.
David Ladra