Tomaz Pandur
El martes de la pasada semana (12 de abril) falleció el director esloveno Tomaz Pandur (1963) mientras ensayaba El Rey Lear en la ex república yugoslava de Macedonia: una ironía del destino, pues Pandur muy identificado con su país de nacimiento se mostraba muy contrariado por la disgregación dictada por el odio en la antigua república yugoslava. No es que no deseara la identidad nacional de cada uno de los territorios federados, sino que detestaba las fronteras levantadas y las represiones sufridas durante el desmoronamiento de la última nación de órbita soviética (o si se quiere conglomerado de repúblicas) en la década de los noventa.
El teatro de Pandur, bien conocido en España, más que nada en Madrid, admirado hasta el éxtasis por unos y detestado por otros, proporciona un paisaje de claros y oscuros. Sin más dilación, escribo que a mí siempre me ha interesado más el Pandur que conocí en Eslovenia, al frente del teatro de su ciudad natal Maribor, que el de los estrenos de los últimos años (pongamos a partir de 2005, fecha que coincide con la presentación en el María Guerrero de Infierno). El primero me resultaba más creativo y talentoso, y apoyado en sólidos fundamentos dramaturgísticos que el más reciente, que a veces se ahogaba por lo suntuario de los magníficos presupuestos que manejaba y por un excesivo hermetismo en sus propuestas, como si trabajara solo para élites teatrales.
Escribo la última frase porque pretendo que estas líneas no obedezcan al género panegírico, sino que destaquen aquellos valores que resultaban más sobresalientes en mi opinión. De sus primeras escenificaciones, y alguna seña de identidad pasó por España (100 minutos), me interesó la respuesta de Pandur ante la polisemia de los textos clásicos. Por el imaginario del director esloveno se filtraron textos de Shakespeare, Ibsen, Goethe, Dante o Dostoievski, ofreciendo relecturas deconstruidas de textos cerrados en la hornacina de lo canónicamente intocable.
Aprendió la técnica deconstructiva en Alemania (quedaría muy bien escribir que directamente de los escritos de Artaud) y esto le permitía las lecturas de los grandes textos y la reescritura de los mismos, filtrados por su imaginario, de los que extraía temas e imágenes. La soledad, la alteridad, la incomunicación a nivel personal, pero también entre pueblos o regiones (siempre el recuerdo de la extinta Yugoeslavia), la falta de identidad eran temas recurrentes en las escenificaciones (Macbeth, 1982; Hamlet, 1990; Babel 1996; Hedda Gabler, 1986, 100 minutos, 2004, etcétera). Estos y otros temas brotaban de manera fragmentada de escenas diseccionadas de los textos fuente y, más tarde, con la incorporación de intertextos en las propuestas dramaturgísticas.
La deconstrucción le permitía romper las barreras del tiempo y el espacio, y proponer escenificaciones con abundancia de parataxis (coordinación entre elementos de un enunciado artístico) con fragmentos procedentes de campos semánticos o sensoriales distintos a la espera de impactar y remover al espectador, de buscar una conexión más sensorial que racional, de impedir su habitual pasividad para provocar reacciones que no debían ser unívocas en todos los espectadores. Para conseguir estos efectos impensados, y no siempre descifrables, se apoyaba en efectos visuales, sonoros, de luz, en parlamentos que lanzaba como dardos, y en el cuerpo fenoménico del actor, entendido como sistema de signos que encarna. Del actor esperaba mucho, aunque a veces las pautas que les daba, dejaba amplios márgenes de libertad creativa o de indeterminación, que no favorecían el conjunto de la propuesta.
En este ámbito sensorial, quizás, cabe destacar dos elementos recurrentes el movimiento y el espacio. A base de una proxemia muy intuida y/o pensada creaba abundantes sensaciones que se trasmitían del escenario al espectador; y el espacio (y vestuario) siempre en evolución dentro del propio espectáculo y detentador de significaciones tan poderosas como el cuerpo del actor y la palabra. Junto a la plasticidad, sensorialidad, deslizamiento hacia la performatividad en la escenificación y la búsqueda del actor performer; en el debe, una dramaturgia que no siempre conectaba el campo sígnico con el propio texto: unas veces porque las imágenes iban a contra texto; otras porque la escena magnificada le llevaba al exceso y ocultamiento de lo importante. Estos rasgos se acusan más desde su llegada a España, en los espectáculos presentados durante los diez últimos años, que adolecían de un proceso de decantación, imprescindible en toda labor creativa. El Fausto, presentado en la temporada 2014-15, parecía recuperar al Pandur más interesante, pero un infarto nos deja sin confirmar un regreso a los orígenes.