Tres bolos vistos desde otra mirada/56 Festival de Mérida
La edición caótica de este Festival, falta de verdadera orientación, objetivos y fundamentos que valoren el hecho teatral grecolatino en toda su extensión y profundidad, se cerró con tres bolos más dentro del confuso ciclo “Otras miradas”, sobre obras “con sustento grecolatino, pero estéticamente alejadas de esa visión”, según explica la organización, y que nos deja perplejos por la torpeza de seleccionar espectáculos que nada tienen que ver con el Festival, como “Electra” de Pérez Galdós y “El avaro” de Moliere, creando con nimiedades “grecolatinas” una euforia teatral falsa (y ridícula) al intentar justificarlos.
La cuestión de este ciclo, además, es que siempre que se asiste a la recreación de una pieza teatral clásica (alejada de operaciones de mercado y comprometida con la creación) se aspira a un resultado que por su contenido estético-ideológico, aunado a una consecuente forma artística, sea capaz de dialogar en términos nuevos con el espectador, incluso si respeta el periodo histórico del original. Y en esto los espectáculos mencionados, incluido la versión de “Calígula” de Camus, tampoco han estado a la altura de lo que cabe esperar. Y por ello el prestigio del Festival se resiente.
Como los espectáculos han sido estrenados y representados en gira por varios teatros, en rigor, poco hay que decir más allá de lo que han repetido otros comentaristas especializados –aunque la crítica sea desigual- sobre la versión, forma del montaje e interpretación. Aquí me limito, sobretodo, a mirarlos desde su adaptación al espacio del Teatro Romano.
En “Calígula” de Camus, sabemos que el espectáculo ya destaca por el magnífico texto de ideas del autor argelino-francés, basado en su filosofía existencialista llevada al absurdo. El montaje se vale de un estilo sobrio donde tienen gran solvencia algunas acciones expresionistas de excelente composición estética, que se adaptan correctamente al espacio con buen ritmo y con la intensidad gradual del clímax (apoyado por una música creativa interpretada por los mismos actores). Sin embargo, los actores, que logran componer lo mejor de sus gestos y movimientos, no dominan todos los resortes de una declamación brillante. Vocalizan bien los textos pero sin matizar en los momentos álgidos (y las voces apoyadas por la microfonía también quitan el esplendor de lo natural). Le pasa a Santiago Cordero (Calígula) que no desgarra, simplemente grita. Y en el Teatro Romano hemos visto actuaciones magnificas a viva voz de este personaje concebido para actores de naturaleza vibrante (como fue la de Rodero, con su voz llena de energía en todos los registros y ese fuego arrebatado evocador de la emoción trágica).
En “Electra”, de P. Galdós versionada por Paco Nieva, asistimos a un denso espectáculo que reflexiona sobre la realidad de la mujer española de principios del siglo pasado, dejando intacta la erupción de emociones experimentadas por los protagonistas. Sobresale el poder de la palabra –con las voces cálidas de algunos actores- pero vista como teatro de museo (la obra fue creada para un homenaje a Galdós en el teatro canario que lleva su nombre), que en este Festival no tiene sentido y menos su puesta en escena en el espacio romano que, por más que se empeñen (con atractivas proyecciones sobre el monumento, al estilo de las utilizadas en la obra extremeña “Agripina”, por Arán Dramática), no logra sacudirse ese aire rancio –y a veces soporífero- de folletín costumbrista que lleva implícito.
Y en “El avaro” de Moliere, otro espectáculo-pegote más ignorando el monumento, presenciamos el desequilibrado montaje de Jorge Lavelli utilizando una puesta teatral tragicómica, donde hace un despliegue errado en la elaboración homogénea de los elementos del género, cayendo el resultado en el disimulo mustio de una expresión falsaria. Abruman la caracterización de los rostros en blanco (que ya utilizó hace dos años en su “Edipo”), la escenografía sombría, las luces oscuras, los ritmos recargados y la interpretación bastante alejada del lenguaje vigoroso y cercano a la comedia del arte de Moliere. Todo ello contribuye a disipar mucho el mensaje de esa condición molieresca de tipos –con las más bajas pasiones humanas- que acentúan la sátira perseguida por el autor francés. Los actores –que son buenos- se encuentran desaprovechados. Actúan con afectación, casi agarrotados, sin mucha espontaneidad. Además, faltos de una comunicación gestual más perceptible para los grandes espacios de público. Y, lo peor, su personaje principal (J. L. Galiardo) con pocas burbujas de gracia (en la obra original leída tiene más humor).