Tres motivos para reflexionar
Me sustraigo al ruido que me tiene confuso en mi Madrid de residencia. Retomo unas funciones que tengo aparcadas por recomendación personal, como es la de hacer críticas puntuales de los espectáculos que veo, ya que hace apenas quince días estaba estrenando una obra escrita y dirigida por mí, y eso me condiciona todo análisis. O al menos me prevengo de suspicacias. Así que lo que sigue con muchas reservas, son opiniones críticas sobre varios espectáculos, aunque con la pretensión de salir de cada uno para elaborar algo que sirva de manera más universal.
Me preocupa desde hace mucho tiempo, y quienes me siguen lo pueden recordar, los lenguajes escénicos y las referencias espaciales entre espectadores y escenario. Esta última preocupación está mal resulta por las circunstancias de la pandemia y las medidas de seguridad, pero no así los lenguajes escénicos, que también podríamos llamar estéticas, pero que vienen a incidir de manera muy evidente en los resultados de los textos puestos en pie. Lo que sigue son análisis de tres montajes que he visto en los últimos días y que en ningún caso se deben comparar entre ellos. Mis apreciaciones, como todas, son subjetivas e intentaré verterlas de la manera más respetuosa posible, siempre desde la admiración que me provocan autores, directores, escenógrafos y actores que los protagonizan.
Voy a empezar por un montaje que yo califiqué de coherente, compacto y de buena factura, que la crítica especializada madrileña ha alabado de manera unánime y que para mí aporta muchos elementos para poder expresar mis inquietudes. Me refiero a ‘Traición’ de Harold Pinter con dirección de Israel Elejalde. Se firma una versión del texto, se sitúa la acción en los años setenta del siglo pasado, se utiliza un espacio escénico que intenta ser funcional, las interpretaciones son creíbles, pero, sin embargo, a uno le entran dudas sobre su funcionalidad, por esa contradicción, a mi entender, entre forma y fondo, por convertir una propuesta que retrata un mundo pequeño burgués, con soluciones muy conservadoras, aunque se utilicen algunos indicios de una modernidad un poco sobrepasada. Me refiero a el uso de los micrófonos para narrar transiciones.
Si digo que las interpretaciones son sólidas, me refiero que lo son según la propuesta de dirección. Hablo de coherencia porque creo que la dirección ha implementado todo para que salga lo que ha salido, cosa que yo admito siempre como un logro. Otra cosa es que se pueda discrepar de este objetivo, de ese logro, como adecuado o colocado en una franja de este movimiento neo comercial que estamos viviendo en nuestros escenarios, aunque sea sobre un texto de Pinter.
Con un texto referencial de la entidad de ‘La Gaviota’ de Chéjov, Àlex Rigola nos coloca en otro lugar, en la del “teatro verité”, es decir haciendo que los intérpretes se conviertan en los protagonistas de la trama. Y es que la obra trata precisamente de asuntos metateatrales, pero con esa sutileza chejoviana que aquí en manos del equipo actoral y esa capacidad de Rigola en convertir lo aparentemente circunstancial en categoría logran encarrilar las anécdotas aparentemente personales para darle una consistencia interna que trasciende y lleguemos al fondo de la obra, a sus emociones, por un camino diferente, elíptico, pero de una efectividad suprema. Hay que contar con varios factores, el elenco, catalán, como Rigola, que tiene unas escuelas interpretativas diferenciadas, la presencia de jóvenes actrices y actores, una propuesta de urgencia, sin excesivos medios y basado todo en el ejercicio de trabajo colectivo, es decir, de búsqueda a partir de unas situaciones muy específicas marcadas en la obra original, aquí convertidas en puntos de encuentro con la realidad más rabiosa. Debo de confesar que siento por Rigola una especial fascinación. En todos sus montajes me queda una suerte de provocación a pensar sobre el propio hecho teatral. Y eso se agradece.
La tercera obra que me aporta motivaciones más que extraordinarias para pensar en escritura pública sobre el teatro, sus formas, sus estéticas, el valor del texto en medio de una puesta en escena es ‘Noche oscura’, texto firmado por Sergio Martínez Vila con puesta en escena de Salva Bolta. La complicidad de los tres actores que la representan es total, son exigidos por la dirección a situaciones físicas extremas, a recitados fuera de la norma, a mantener unos ambientes casi de misticismo, apoyados en unos textos que resuman espiritualidad, mientras ellos deben aportar una capacidad física total. Es una magnífica y compleja simbiosis entre texto, puesta en escena e interpretación, que dota a esta propuesta de una singularidad dentro de nuestros escenarios, ya que no hay concesiones, no se trata de dorar píldoras, se juega teatralmente hasta lo imposible, los límites son casi por cuestiones físicas y los textos salen de esos cuerpos arropados por una calidad inusitada de sus propias palabras y por una puesta en escena que rompe prosodias y tempos, para intentar otro nivel de expresión y de percepción. Este montaje aporta inquietud, miedo, perplejidad, busca en los límites, propone salirse de lo obvio para ir hacia lo inverosímil que acaba siendo el sustrato de este viaje hacia la oscuridad desde la luminosidad de unas palabras repletas de significados.
Tres maneras de afrontar este hecho maravilloso de cultura que llamamos teatro y que, visto así, con mascarilla, pero sintiendo el pulso de los actores y actrices, en vivo, encuentra su sentido de ser.