Críticas de espectáculos

Trilogía de la memoria/Los niños perdidos/Micomicón

Por el Imperio hacia Dios

 

No tuve la oportunidad de ver Los niños perdidos ni en su presentación en el Festival Madrid Sur de 2005 ni en su posterior estreno en el María Guerrero aquel mismo año, pero sí la ocasión de leer la obra en el número 310 de la revista Primer Acto. Para mí, leer un texto teatral es como la tarifa «de último recurso» en el recibo de la luz: considero que eso de la «literatura dramática» es un término contradictorio en sí que nuestras instituciones culturales – oficiales y otras – se han inventado como mal menor para dar una salida a tanto autor como hay en el país y no gastarse un duro en montajes (por eso hay tantos premios de textos teatrales y tan pocos de interpretación, escenografía o dirección). Así que leo teatro por obligación, un poco como si fuera un paliativo, pero lo que me gusta es «ver teatro». A pesar de todo, la lectura de la obra de Laila Ripoll, segunda de su Trilogía de la Memoria, me dejó impresionado hasta el punto de que muchas veces he pensado cómo sería ese desván en el que están encerrados los niños, hasta dónde podrían sus fantasmas restaurar su vida anterior y, sobre todo, cómo se resolvería ese final en el que el Tuso, bien a su pesar, tiene que «cantarles» la verdad.

Las representaciones que acabamos de ver en la Cuarta Pared son de las que despejan cualquier duda: Los niños perdidos es una de las obras más logradas de las no demasiadas que se llevan escritas sobre la memoria de la guerra civil desde la mal llamada «transición». Por de pronto lo es por la creatividad y la imaginación de su autora a la hora de montar una trama que, partiendo de la cruda realidad de lo que fue aquel Auxilio Social de la posguerra que transfería a los hijos sin clemencia los desmanes cometidos con sus padres, levanta el vuelo hasta alcanzar un nivel de simulacro mágico y fantasía poética que no es frecuente presenciar en un teatro como el nuestro, de siempre tan pegado al terreno. Ya lo decía Laila Ripoll en la entrevista contenida en aquel mismo número de Primer Acto: «El teatro naturalista me gusta verlo y leerlo, pero no me gusta hacerlo. Me gustan las cosas teatrales». ¡Y menuda «cosa», menudo artefacto teatral es Los niños perdidos! Una obra redonda de principio a fin en donde el transcurrir de la acción se ve realimentado sin parar por las malas artes y ocurrencias de los niños represaliados: canciones de Falange y sacristía, mítines en teatrillos improvisados que terminan, como el de maese Pedro, por los suelos, procesiones que recorren el desván al ritmo de tambores y trompetas… en fin, un trasunto de la España de aquellos tiempos que aún tiene tanto arraigo ahora en los nuestros. Y junto a esa continuidad de acciones físicas, toda una psicofonía de sonidos y voces que interrumpen con frecuencia el relato: el estruendo de los bombardeos, los gritos de las madres separadas de sus pequeños, los improperios de los representantes del Altar que tratan a los «arrecogíos» de alevines de Barrabás… O esos pasos de la sor asesina que sube la escalera hasta el altillo y provoca el espanto de los niños como si cada vez que retumbaran tuvieran que repetir su calvario. Por no hablar de la estremecedora narración del Cucachica contando su largo viaje en tren hasta el asilo metido en un vagón de ganado atestado de presos, cuerpos muertos de críos y excrementos.

Todo ello llevado al escenario bajo la dirección de Laila Ripoll y en manos de una compañía tan espléndida como es Micomicón. Si los actores que hacían Atra Bilis componían un cuadro desquiciado y grotesco en su papel de las cuatro mujeres que, ya entradas en años, van a enterrar al amo de la hacienda, su encarnación ahora de estos niños perdidos trasciende la psicología infantil para trocarse en una verdadera creación: cuatro personajes con entidad propia cada uno que, como nos ocurre actualmente, se mueven en un mundo onírico, entre las pesadillas del pasado y los malos augurios de futuro. Aunque puntualmente presentes, la mala baba, la burla y lo esperpéntico quedan atrás, en un segundo plano, para dejar paso a un tremendo arrebato de cólera y un justo sentimiento de piedad.

Basta con «escuchar» al personal que llena la Cuarta Pared hasta los topes para caer en la cuenta de la mella que la representación hace en él. A las primeras risas (¡esa costumbre que tiene nuestro público de empezar a reírse en cuanto se ilumina la escena!) le sucede un silencio expectante que se hace de plomo al seguir adelante la función. Y es que el patetismo de la situación nos conmueve y nos mantiene alerta aunque tengamos que esperar hasta el final para saber por qué. Incluso algunas parejas mayores se levantan y abandonan la sala cuando el dúo de flechas o pelayos que forman Lázaro y el Marqués empieza a cantar, brazo en alto, aquello de «mis camaradas fueron a luchar, el gesto alegre y firme el ademán». Buena señal es ésa: el consenso se ha roto y ahora podremos empezar a discutir. El resto de la audiencia se queda clavada en el asiento y, al terminar la obra, estalla en una clamorosa ovación.

David Ladra

Título: Los niños perdidos – Texto y dirección: Laila Ripoll – Intérpretes: Antonio Verdú, Mariano Llorente, Marcos León, Manuel Agredano – Escenografía: Arturo Martín Burgos – Vestuario: Almudena Rodríguez Huertas – Iluminación: Luis Perdiguero – Diseño de sonido: Eduardo Burgos – Producción: José Luis Patiño – Sala Cuarta Pared, del 22 al 26 de enero 2014


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