Críticas de espectáculos

Un tranvía llamado deseo/Gata sobre el tejado de zinc caliente/Tennessee Williams

TENNESSEE WILLIAMS EN MADRID

 

Dos miradas distintas sobre sus dramas

Por David Ladra

Título: Un tranvía llamado Deseo (A Streetcar Named Desire) – Autor: Tennessee Williams – Versión: José Luis Miranda – Intérpretes: Vicky Peña (Blanche du Bois); Roberto Álamo (Stanley Kowalski); Ariadna Gil (Stella Kowalski); Àlex Casanovas (Harold Mitchell (Mitch)); Anabel Moreno (Eunice Hubbel); Alberto Iglesias (Steve Hubbel); Pietro Olivera (Pablo Gonzales); Jaro Onsurbe (Doctor); Mariana Cordero (Enfermera); Ignacio Jiménez (Joven); Linda Mirabal Jean-Claude (Voz en off) – Escenografía: Juan Sanz, Miguel Ángel Coso – Vestuario: Antonio Belart – Iluminación: Juan Gómez Cornejo – Sonido y música original: Alex Polls – Diseño de videoescena: Álvaro Luna – Dirección: Mario Gas – Producción: Juanjo Seoane – Teatro Español (del 4 de febrero al 10 de abril)

Título: Gata sobre tejado de zinc caliente (Cat on a Hot Tin Roof) – Autor: Tennessee Williams – Traducción del inglés: Joan Sellent – Adaptación libre y dirección: Àlex Rigola – Intérpretes: Chantal Aimée (Maggie); Montse Alcañiz (Abuela); Andreu Benito (Abuelo); Joan Carreras (Brick); Ester Cort (Mae); Santi Ricart (Cooper); Raffel Plana (Pianista) – Escenografía: Max Glaenzel – Vestuario: Berta Riera, Georgina Viñolo – Caracterización: Ignasi Ruiz – Iluminación: Xavier Clot – Sonido: Igor Pinto – Coproducción: Centro Dramático Nacional / Teatre Lliure – Teatro Valle-Inclán, sala Francisco Nieva (del 20 de enero al 27 de febrero)

Tal pareciera que, desde que a principios de temporada programaran, cada cual por su lado, Littoral y Incendies, las dos obras que inician la tetralogía Le sang des promesses de Wajdi Mouawad, se hubiera abierto una puja entre las dos grandes instituciones dramáticas madrileñas, el Teatro Español y el CDN, por contar en sus respectivas carteleras con títulos del mismo autor. Y ése es el caso ahora con Tennessee Williams, cuyo centenario del nacimiento en la ciudad de Columbus (Mississippi) se está celebrando en este año. Bienvenida sea esta rivalidad, no tanto porque ensalce el ansia de competitividad que hoy reclama el mercado, sino porque nos permite revisitar las dos obras de Williams que, en su momento, fueron galardonadas con el prestigioso premio Pulitzer: Un tranvía llamado deseo (A Streetcar Named Desire, 1947) que se pone en la sala grande del Español y La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, 1955) que lo hace en la sala Francisco Nieva del Valle-Inclán. Ambas fueron llevadas al cine, la primera en 1951 por Elia Kazan, con Vivien Leigh y Marlon Brando como protagonistas, y La gata sobre el tejado de zinc en 1958, dirigida por Richard Brooks e interpretada por Elizabeth Taylor y Paul Newman, lo que les dio una inmensa popularidad en todo el mundo.

Popularidad ésta de las películas que pronto se contagió al público español de la época, que se pirraba, como ahora, por el cine norteamericano, hasta terminar abriéndole al autor las puertas, siempre tan melindrosas, de nuestra escena. De modo que los estrenos de La gata sobre el tejado de zinc en 1959 en el teatro Eslava, dirigida por José Luis Alonso y protagonizada por Aurora Bautista y Rafael Arcos, y de Un tranvía llamado deseo en 1965 en el teatro Reina Victoria, a cargo de la compañía de Asunción Sancho dirigida por Alberto González Vergel, le vinieron a recordar a la audiencia el origen teatral de las dos obras al tiempo que, por decirlo así, la trataban como mayor de edad en cuanto nuestra omnipresente censura le dejaba fisgar por el ojo de la cerradura y entrever los obscenos y escabrosos recovecos de la imaginación de un autor cuya homosexualidad era ya manifiesta por entonces. En todo caso, ambas obras marcaron un hito en la renqueante historia teatral de la dictadura y añadieron el nombre de Tennessee Williams a los de O´Neill y Miller, en los que, hasta aquel momento, se había resumido el teatro estadounidense entre nosotros.

Pero, quieras o no, los años pasan y el recuerdo de Tennessee Williams, aun siendo un gigantesco autor, se fue difuminando poco a poco. Falleció en 1983, aunque sus grandes éxitos teatrales se acabaron a principios de los sesenta con el estreno de La noche de la iguana, también aquí montada por Vergel, y no pudieron resistir el tsunami de la neovanguardia que, del Marat-Sade al Living, inundó por entonces los escenarios occidentales. Pero ahí estaban las versiones cinematográficas de sus dramas, de modo que varias generaciones de espectadores se quedaron con la imagen de sus estrellas favoritas haciendo de Stanley Kowalski y Blanche du Bois o de Brick, el alcohólico, y la fogosa Maggie.

¿Qué hacer, dado este panorama, a la hora de reponer cualquiera de estas obras? Al director le quedan dos caminos. El primero, el más convencional, es intentar recuperar la esencia de la obra original, respetar el texto y las acotaciones del autor, recrear la atmósfera en la que se creó y trabajar a fondo sobre los caracteres puesto que, al fin y al cabo, el objeto del drama consiste en desvelar en lo posible la gran complejidad del ser humano. Actitud ésta, clásica, plenamente legítima y que a veces genera soberbios espectáculos como lo puedan ser los Chejov de Fomenko, pero que corre el riesgo, si el director se deja llevar por la nostalgia, de sumirse en lo arqueológico. Y la segunda vía, más arriesgada, es intentar ver la obra con ojos nuevos, partir de lo que fue para el público de su época e intentar referirla a nuestros días, a nuestra situación y angustias propias, en el convencimiento de que, si es perdurable, habrá de resistir al desarraigo que trae consigo todo viaje por el túnel del tiempo e iluminarnos en el nuestro con el conocimiento del pasado. Camino de renovación éste que, con mayor o menor fortuna, eligen hoy algunos directores para reponer los dramas clásicos modernos, desde la Casa de muñecas revisada por Thomas Ostermeier a la misma obra abierta en canal por Daniel Veronese.

Buen conocedor del teatro de Tennessee Williams, de quien ya puso en escena, en 1996, La gata sobre el tejado de zinc en el Español, que no tuve la oportunidad de ver, y un año antes un fabuloso y conmovedor Zoo de cristal en el María Guerrero, Mario Gas ha optado por seguir la vía convencional y, en mi opinión, ha marrado el camino en cuanto, queriendo responder a las supuestas reminiscencias en la mente de los espectadores, no se ha inspirado en la obra teatral sino que ha hecho un «remake» de la versión cinematográfica que, para más inri, está pasando estos días por televisión. Decorados, trajes, movimientos y caracteres son muy semejantes a los de la película de Elia Kazan y no aportan una gran novedad, si no es por el despliegue audiovisual de los cambios de escena, que es notable. Hecha la anterior apuesta por el cine, productor y director no tienen más remedio que volcarse en publicitar el curriculum y la calidad de los intérpretes y es entonces cuando se descubre, como no podía ser de otra manera, que su baza era insuficiente (o, por decirlo como en la película, que un trío de reyes nada tiene que hacer ante una escalera de color).

Y no podía ser de otra manera porque el cine lleva las de ganar a la hora de representar el drama psicológico, con esa propiedad que tiene de poder trabajar con diversos planos, medios y cortos, que transmiten fielmente la expresión del actor mientras que en el teatro, continuo plano largo, ésta se ve alterada por la posición del espectador. Así, la genial composición de Stanley Kowalski que lleva a cabo Brando a partir de la acumulación de una tramposa serie de muecas y gesticulaciones recién aprendidas en el Actor´s Studio nada tiene que ver con ese personaje de una pieza que hace Roberto Álamo sin haberse aún bajado del «ring» de Urtain. De nada sirve pues que Vicky Peña, que es una actriz fuera de serie, termine bordando su papel, porque es su «pas de deux» con Kowalski el que tiene que funcionar para que funcione la obra. Del resto del reparto, sólo destacar a Àlex Casanovas que, como Vicky Peña, está siempre magnífico, en el papel de Mitch (que en su día interpretó Karl Malden tanto en el estreno teatral como en la película) hilvanando, en su conversación con Blanche, la mejor escena de la representación del Español. En su pretendido acercamiento al imaginario del público llevan los responsables del montaje su propia penitencia en cuanto, al llegar al final, éste aplaude con ganas, sin duda alguna, pero no con el entusiasmo con el que le hubiera gustado aplaudir, como si sus expectativas no se hubiesen colmado plenamente. Y es que no hay como el cine (y, sobre todo, el cine americano) para hacer que los sueños parezcan realidad.

En el extremo opuesto, Àlex Rigola se inclina, en su Gata sobre tejado de zinc caliente (por lo que él dice, el «caliente» lo quitó la censura franquista) por ver la obra desde una perspectiva contemporánea, si no en cuanto al contenido del mensaje, que sigue siendo el mismo – Maggie y el Abuelo luchando por la vida mientras Rick, asqueado, camina decidido hacia la muerte – sí al menos en lo que se refiere a su presentación sobre la escena. En la inclemente sala Paco Nieva, que más que sala parece un palomar, el público, al entrar, se da de bruces con una instalación que parece sacada de la Casa Encendida. Sobre un piso sembrado de plantas de algodón que en nada facilita, como es de suponer, el tráfico fluido de los actores, tan sólo destacan dos piezas de atrezzo: una cama tendida con lencería blanca que nunca se deshace y tiene, por más señas, un árbol seco en la cabecera y un piano vertical sobre cuya cubierta se expande un universo de vasos y botellas. Iluminado el todo por luces laterales que le dan un marcado aspecto expresionista y poblado por seres que hablan en voz muy baja y se mueven despacio, como recién salidos de ultratumba. Algo así como Strindberg visto por Warlikowski. Sobre el fondo, en letras de neón, puede leerse «Why is it so hard to talk?» para que se enteren de lo que va la obra los que saben inglés. Cuando uno mira, angustiado, hacia la puerta y comprueba que no hay manera humana de salir sin partirse una pierna en el camino (En Perro muerto en tintorería: los fuertes Angélica Lidell paraba la función e invitaba a los disconformes a salir pero, en ningún caso, encendía las luces para hacerlo) Chantal Aimée nos obsequia con un desnudo integral y un intento de mamada a Joan Carreras. Son absolutamente prescindibles pero le alegran la vista al respetable.

Ya resignados a seguir la función hasta el final, nos empiezan a chocar algunas cosas. Como que, por ejemplo, a pesar de hablar bajo, se entienda lo que dicen los intérpretes. No es sólo el que los tengamos casi encima sino que, a lo que estamos acostumbrados en España, es a que los actores hablen a voz en grito sobre el escenario. Toda una escuela de declamación de nuestro teatro que debe venir, cuando no de los griegos, de la imperfecta acústica de los grandes coliseos del diecinueve o los corrales a cielo abierto de nuestra comedia. De modo que pronto empezamos a escucharles y a apreciar el que los personajes conversen entre sí como personas y no como si estuviesen en un mítin. Y es que, al no enfatizarla con la voz, se realza la palabra escrita y se comprende mucho mejor el texto. Es más, a pesar de amenazarnos con las imprevisibles consecuencias que suelen derivarse de una «adaptación libre», la versión de Rigola respeta escrupulosamente el original de Tennessee Williams, limitándose a eliminar toda una serie de personajes anecdóticos y a precipitar el «arreglo» final de la familia, que no tiene demasiado interés. De este modo, la obra se concentra en dos conversaciones, la de Maggie con Brick y la de éste con el Abuelo. Y en ambas, es la palabra de Williams la que suena y, tras de la palabra, el despecho de una mujer desdeñada y el patetismo, y la crueldad también, del último diálogo entre padre e hijo. Así que, poco a poco, toda la parafernalia inicial se va olvidando y nos vemos inmersos hasta los tuétanos en pleno corazón del drama.

Chantal Aimée y Joan Carreras están más que discretos en su confrontación pero, a pesar de lo que se piensa, el momento álgido de la obra nada tiene que ver – y eso lo ha entendido perfectamente Rigola – con los maullidos de una gata en celo sino con el duelo que mantienen Andreu Benito y Joan Carreras, que están sobresalientes, y la puñalada final que le da el hijo al padre – el que busca la muerte a quien quiere vivir – cuando le comunica que sus análisis han dado positivos (¡a ver si de verdad va a ser Strindberg!). De modo que el teatro, una vez más, saca la cabeza de entre tanta ganga y exhibicionismo postmoderno y se impone, al final, gracias al texto, la manera de interpretarlo (y no sólo «decirlo») los actores y la comprensión de la intención del autor por parte de Rigola. Como éste dice en el programa, y muy al contrario de lo que ocurría en el montaje de Un tranvía llamado Deseo, «muy lejos nos queda la película de Richard Brooks y muy cerca el mundo de Williams». Aunque no pueda evitar concluir en inglés: «Welcome to the couple hell and the family jungle» frase que, en este caso, no me parece gramaticalmente muy correcta.

Como no soy comparatista, no voy a puntuar ambos montajes. Sólo diré que quien sale victorioso de esta pugna es, en primer lugar, Tennessee Williams, y luego, ese público que acude en masa a los dos teatros madrileños para ver y escuchar sus dramas. Dejémosle a él, árbitro inapelable de las tablas, el veredicto.


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