Críticas de espectáculos

Uma ilha flutuante / Eugène Labiche / Christoph Marthaler

La gran falsedad

Por lo general, cuando nos disponemos a escribir la crítica de un espectáculo, al menos en mi caso, trazamos dos líneas de análisis. De una parte, hablamos del texto donde establecemos las ideas, los significados, la poética y las metáforas. De otra parte, intentamos hablar de la puesta en escena, de los asuntos técnicos y visuales, de los intérpretes, de la estética; y con ambos análisis llegamos –muchas veces no lo conseguimos- a alguna conclusión. En “Une île flottante / Uma ilha flutuante” no podemos realizar claramente una dicotomía entre texto y puesta en escena porque el espectáculo conforma un todo, hay que abordarlo en su globalidad.

Las palabras tienen la misma categoría que los prolongados silencios. El texto encaja a la perfección con los gestos, con los movimientos, con los personajes y con las situaciones. El argumento y la trama, los diálogos y los silencios, los personajes y los figurines, el decorado y los sonidos, la utilería y la iluminación, todos los elementos escénicos y textuales forman un conjunto indivisible para trazar un discurso que muestra, que se puede resumir, con el concepto de una gran falsedad.

El Theater Basel y Théâtre Vidy-Lausanne de Suiza –no es la primera vez que están en el Festival de Teatro de Almada- han realizado una creación colectiva dirigida por Christoph Marthaler. Basado en el texto de “La poudre aux yeaux” de Eugène Labiche (1815-1888) que, al parecer, describe la ridiculización del mundo burgués definido por los tópicos y las apariencias, el director suizo ha compuesto un espectáculo inteligente, proporcionado entre el contenido y la forma, exquisito en la burla que dibuja con un fino humor.

El espectáculo, que habla de las apariencias y la realidad, da la sensación de que el espectador tiene delante de sus sentidos una enorme tarta de celebración hecha con nata caramelizada, llena de adornos comestibles, de dulces y de frutas jugosas que invita a la gula; es una tarta preciosista pero que, cuando se intenta partir para degustar del interior, se desinfla y solo queda el vacío, no hay nada, todo es apariencia. Marthaler ha dirigido un fantástico espectáculo para contrastar la ridiculez de las apariencias en una sociedad burguesa con nuestra propia realidad.

Al terminar la función, algunos espectadores se preguntaban: “Bueno, y ¿qué nos ha querido decir?”. Pues nada y todo. La pieza no tiene nada que explicar. No enuncia una tesis argumental, pero desarrolla un discurso lúcido para llegar a una conclusión muy sencilla: todo lo que habéis visto es la esencia del teatro, es una fantasía, es mera ficción.

En síntesis, la historia de “Uma ilha flutuante” es muy clara que en el programa de manos se explica en cinco líneas: “Emmeline Malingear y Fréderic Ratinois se gustan el uno al otro y sus familias se conocen. Los Malingear hablan en francés, los Ratinois en alemán. Para hacer aumentar la dote y para impresionar al otro, cada uno de los matrimonios progenitores exagera su propia fortuna hasta que ya no pueden trazar la escala de mentiras.”

En este sentido, la pieza se inicia con todos los personajes en el proscenio, delante de un telón rojo; se presentan a sí mismos sin ningún movimiento, hieráticos, tiesos como marionetas; levantando ellos mismos el faldón del telón, pasan al interior que, una vez izado el telón formalmente, se muestra un decorado hiperrealista donde no falta detalle alguno para plasmar riqueza y boato. Un salón / comedor con mesas, sillas y sillones de calidad; en las paredes cuelgan unos cuadros enormes de los antepasados, máscaras procedentes de lugares exóticos, un espejo muy grande con marco dorado, otros cuadros menores, un arpa, mesitas supletorias abarrotadas de figurillas…, vaya, todo un lujo de salón; hay otra estancia en un lateral que es un comedor principal sin que se llegue a usar y que se asoma a un luminoso jardín.

Sobre este panorama de riqueza y ostentación, están el señor y la señora Malingear. Nada, no dicen nada, largo silencio y otros más que dibujan un ambiente de aburrimiento, cansancio e insustancialidad. La hija Emmeline, tras una cómica y exagerada acción para sentarse, hace como que tocara el arpa. La joven está triste porque suspira por Fréderic, los tres intercambian frases y silencios acerca del pretendiente y su familia. Todo se realiza dentro de una extrema y estudiada lentitud.

Aunque el especio que hemos visto pertenece a la familia Malingear, la decoración se mantiene para dar cabida a la casa de los Ratinois. Es decir, la casa de una familia se superpone a la de la otra significando identidad social. Bueno, por fin hay un encuentro entre las dos familias donde se establece el ritual de sentarse a la mesa en lo que será la pedida de matrimonio. En fin, hay un mayordomo que habla en alemán sin ser traducido –señal de que nadie le entiende- y que introduce en escena periódicamente pequeños animales disecados; él hace de maestro de ceremonias, trasunto del director de escena. Y hay una enigmática mujer vestida de rojo que no habla pero que en “off” se describe a sí misma como un ser metafísico que aloja los sueños, los pensamientos y los deseos de los personajes a los que da vida…

En definitiva, he contado todo lo anterior para contextualizar no solo la puesta en escena, sino la sicología de los personajes y su entorno social.

En su conjunto, este trabajo de Marthaler evoca al teatro de Moliere, el costumbrismo de una sociedad ridícula y artificiosa; el espectáculo bebe del vodevil con las canciones y la extrema comicidad, y tiene acciones que bien pudiera haber firmado Karl Valentin.

Desde esta perspectiva, no quiero pasar por alto algunas escenas sublimes que, sin palabras, incitan a la hilaridad más genial. Una, el padre de Fréderic, tras decir que cada cosa debe estar en su lugar apropiado, elige otro sitio donde colocar un aparato de radio pero no encuentra lugar para enchufarlo a la corriente eléctrica; cuando lo encuentra, no puede conectarlo porque el cable no es lo suficientemente largo, lo intenta hacer de un modo y otro, una y otra vez, hasta que lo deja por imposible; y cuando lleva el aparato en la mano sin conexión alguna, comienza a emitir sonidos sin necesidad de enchufe alguno; después, sigue el juego de las interferencias y de la búsqueda de un lugar para el aparato sin ruidos molestos…, toda una larga escena de un inteligente humor.

Otra escena excepcional es cuando Fréderic y Emmeline se sientan muy ceremoniosos uno frente al otro y se rompe el asiento de las respectivas sillas; ambos quedan encajados de tal forma que solo pueden mover los pies y las manos y deambulan por la estancia intentando zafarse; Fréderic llega debajo de la mesa empujado por su padre que le quiere ayudar, pero es su padre el que sale debajo de la mesa atrapado en la silla y Fréderic liberado detrás de él.

Más escenas. Los padres de Fréderic bailan estáticamente abrazados con su hijo entre los dos, el baile de los padres de Emmeline, la rotura del jarrón chino que es de porespán, la pérdida de los pantalones, los ronquidos, los pedos, la escena de la peladura del plátano en el suelo que los personajes evitan con un saltito para luego caer al suelo de la forma más insospechada produciendo el sangrado en la nariz de todos los demás. En fin, el montaje aporta escenas visuales de óptima comicidad con un humor muy sutil.

Al final, todos los personajes recogen todos los objetos, cuadros, estatuillas y demás adornos, dejan el escenario vacío de toda la utilería, descubren que el gran espejo de marco dorado era un hueco en la pared, meten diversos objetos en una vulgar caja de cartón para después rebuscar algo qué comer como auténticos mendigos. Todo ha sido una farsa, toda ha sido teatro y nada más que teatro de excelente calidad, todo ha sido una crítica a la sociedad burguesa y sus ganas de aparentar.

Sin duda, “Uma ilha flutuante” de Christoph Marthaler, con el Theatre Basel y Théâtre Vidy-Lausanne será recordado como uno de los tres mejores espectáculos de la 34ª edición del Festival Internacional de Teatro de Almada, Portugal.

Manuel Sesma Sanz

Espectáculo: Uma ilha flutuante. Creación colectiva a partir de Eugène Labiche. Intérpretes: Marc Bodnar, Carina Braunschmidt, Charlotte Clamens, Raphael Clamer, Catriona Guggenbühl, Uelí Jäggi, Graham F. Valentine y Nikola Weisse. Escenografía y figurines: Anna Viebrock. Dramaturgia: Maite Ubenauf. Dirección: Christoph Marthaler. Compañías: Theater Basel y Théâtre Vidy-Lausanne. Teatro Municipal Joaquim Benita de Almada. 34 Festival Internacional de Teatro de Almada, Portugal.


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