Un lugar sin centro ni periferia
Lo notan mis reservas emocionales, mis neuronas y las analíticas: he encadenado un festival en Buenos Aires con una feria en Donostia. Y sigo en racha porque desde que he llegado a Madrid no paro de ver espectáculos de gran valor artístico y social. Un aluvión de sensaciones, volver a convivir con viejos amigos, abrazos, despedidas, citas, esperanzas. La perspectiva de la edad ejerce una presión histórica. Y uno ve sus huellas en teatros y salas de hace décadas. Uno recuerda los inicios de ciertos eventos, su desarrollo, su funcionalidad. Hay partes de su evolución que repudio y repudiaré desde una perspectiva nada racional, ni siquiera la puedo considerar ética, más bien una cabezonería, como si sirviera de algo ir en contra de la corriente. No me gustan las mesas de negocios, no me gustan los “mercados”, y escribo de nuevo un “no me gusta”, porque no sé si son eficaces o son una fuente de neurosis, de frustraciones, porque se crean muchas expectativas en esos encuentros y lo cierto es que las contrataciones se producen por otros mecanismos. O así lo creo. Es mi opinión, personal e intransferible, que no involucra a nadie más.
Las ferias se parecen a festivales, los festivales dedican una semana a ser ferias. Se trata de concentrar a programadores vistos como la parte contratante para que puedan ver el máximo de espectáculos, los susceptibles de ser contratados y además, para que aquellos grupos, compañías o producciones no programadas puedan mostrar en unos minutos las bondades de sus obras a un selecto grupo de contratantes sentados en unas mesas. La teoría no está mal. La realidad es cambiante. Es como que si no existieran esas mañanas de reuniones, tarjetas de visita, explicaciones y buenas palabras dilatorias, no tendría sentido hacer una feria o un festival. Y estas mesas de negocios son relativamente jóvenes. Han cuajado, no lo voy a negar, es una evidencia. Aunque mis zumbones amigos de ambos lados de la mesa saben que van a un rito nada satisfactorio para ninguna de las partes. Es un compromiso. Hay un relato posterior desde las organizaciones para resaltar el movimiento transacional. Como digo siempre, se utiliza el lenguaje del enemigo, lo mercantil por delate de lo cultural y lo artístico.
Llevo tantos años acudiendo a festivales y ferias, que intento cada vez reformular el sentido que tienen para mí y contextualizar el valor de los eventos en tiempo real. En Buenos Aires flotaba de ilusión al sentarme en salas y teatros llenos. Totalmente llenos. Y, lo más importante, con una cantidad de jóvenes insultante. Emocionante. Un matiz, la entrada era gratis. Había que apuntarse, y acudir. Pero eran jóvenes ilusionados e ilusionante para la continuidad del fenómeno cultural y social que es el teatro. Probablemente en otros lugares, ni con una campaña de esta envergadura, se llenarían las salas. Tanto en Donostia, como en Madrid, espectadores y espectadoras tienen una edad media que roza la cuarentena. En Dferia las salas en horarios “profesionales” se llenaban con los acreditados. En ofertas más abiertas, la presencia de los públicos cubría algo más de la mitad de los aforos. Pero la juventud escasea. Quizás en danza haya más posibilidades.
Las propuestas artísticas que se ofrecen vienen seleccionadas por los equipos organizativos y en todos los casos existe un marco referencial, unas reglas, amplias, pero que establecen las condiciones para poder acceder a su parrilla. Existe, por lógica, la premisa de ayudar a que las producciones locales sean vistas por ojeadores y programadores de fuera de la comunidad. Y al revés, a los programadores locales se les señalan algunas obras que pueden ser programadas en sus teatros. Hasta aquí todo cuadra. Se cumplan mejor o peor estos objetivos, lo importante es este flujo, este intercambio y la relación de estos acontecimientos como el público abierto es relativo. Si se tiene suerte se pueden ver obras de artistas emergentes, así como de clásicos contemporáneos. Las nuevas formas aprietan, pero todavía existe una ola muy conservadora en las programaciones habituales. Por ello se ofertan obras que no causen ningún disturbio interior.
Estaría bien considerar que como agente doble o triple que soy en estos asuntos, intente crearme mentalmente un lugar donde no exista ni el centro ni la periferia, es decir un luchar inexistente pero que me ayuda a pontificar, criticar, hablar por no callar. Y en estos eventos, donde me siento como una calcomanía pegada en un estuche de lápices de colores, consigo desaparecer, volverse transparente. Y a duras penas lo logro a base de una selección natural de con quiénes hablar, comer, juntarse, contrastar opiniones y análisis. No soy capaz de estar constantemente en una especia de boda donde se juntan treinta personas a comer. No me aprovecha nada las conversaciones a base de ocurrencias y frases hechas. Prefiero el aburrimiento de mi pensamiento cebado en mis ignorancias, que esas grandilocuencias hueras. No es no.
Pero en cada ocasión acabo con una experiencia positiva que sobresale a todo lo demás. Y puede ser personal o artística. O ambas a la vez. Y para eso me sirven a mí estos eventos. Además, tengo que añadir, que el simple hecho de volver a hacer análisis de espectáculos de manera formal y publicados al día en Naiz, me ha resultado muy gratificante. Es un esfuerzo que me compensa. Ya no es una sentencia en las redes. Ni una bocanada de estupidez dicha en la barra de un bar, sino que he debido desempolvar mis instrumentos de precisión y resulta que estaban en bastante buen uso. Pensar sobre lo que han hecho los demás es un acto de amor. En ocasiones el silencio es la sublimación orgásmica.