UN MINUTO DE SILENCIO
Son alrededor de las 20.30 del viernes 29 de junio de 2001. Acabamos de ver el noticiero de América, conducido por Enrique Llamas de Madariaga. Se insertan dos noticias, en su bloque de 20 minutos: 1) El ministro Cavallo dice algo así como “los escritores, que tan bien realizan sus escritos, deben tener imaginación para entender que un país debe tener un sistema impositivo justo y pensar en mejorar la economía”. Anticipo de un casi probable veto a la Ley del Libro. 2) Dieron a conocer el presupuesto anual de la Secretaría de Cultura de la Nación. Creímos leer que era de 161 millones anuales (la placa pasó rápido); sí leímos claramente que lo destinado a Publicidad y Propaganda ascendía a 62 millones anuales; y a libros y revistas ocho mil pesos… Recuperados de un leve preinfarto, encaramos estos textos. En primera plana de casi todos los diarios salió la promulgación de la Ley del Libro (quedan diez días para considerar si el Poder Ejecutivo la veta total o parcialmente). A priori una noticia alentadora, después de tres años de discusión. En los hechos, con la combinación de medidas impositivas y modificaciones en los tipos de cambio, si la ley sale sin modificaciones tendrá un efecto casi neutro. La exención en el pago del IVA a los insumos es de difícil compensación; la baja del precio del papel queda contrarrestada por el aumento de su precio. Como el papel importado subió un 8% por los nuevos gravámenes, el papel nacional (que no tiene ningún nuevo gravamen) aumentó otro tanto. En síntesis: comparando con un año atrás, sacar un libro sale aproximadamente un 5% más, en un país que tiene niveles escandalosos de desocupación, subocupación y una baja de salarios como pocas veces se recuerde. Y gastan 62 millones de dólares anuales en Publicidad y Propaganda. El secretario de Cultura de la Nación, Lopérfido, desde España (también se gasta bastante en viajes y viáticos) polemiza sobre la “tinellización de la política”. El mismo que arregló con Tinelli la presencia el año pasado del presidente De la Rúa con su imitador Freddy Villarreal en “VideoMatch”. Y cómo no se va a preocupar en ese tema, si entra en el rubro de Publicidad y Propaganda. ¿Esta discusión entra en lo eminentemente cultural, tarea esencial de un secretario de Cultura? Siempre nos costó imaginar a Lopérfido leyendo libros. Con ocho mil pesos anuales para tal rubro (incluyendo revistas) queda debidamente disculpado. ¿Será la Secretaría de Cultura de la Nación la única que gasta tan desaforadamente en publicitar sus raquíticas actividades? No tenemos cifras macroeconómicas de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, pero tenemos un pequeño ejemplo. Cuando iniciamos la polémica sobre los libros de cine decíamos que ninguna institución cultural (ni nacional, ni provincial, ni de la Ciudad de Buenos Aires) habían comprado siquiera un ejemplar de un libro fundamental: “La época de oro. Historia del cine argentino I” de Domingo Di Núbila, editado por Del Jilguero. Pero sí hicieron algo: la viuda de Di Núbila donó su biblioteca al Museo del Cine de la Ciudad de Buenos Aires. ¿Y qué hicieron? Publicidad. Un gran acto (concurrieron cientos de personas, al parecer porque Di Núbila era un hombre muy querido). Con la presencia de Ibarra, Felgueras, Telerman, Manetti, Onaindia y demás funcionarios (únicos oradores algunos funcionarios, por supuesto). Con la presencia de un montón de cámaras que siguieron al jefe de gobierno porteño (hemos recibido algún bonito empellón para permitir su raudo paso). Con la movilización de fondos y personal que implica tal acto. Con invitaciones en una bonita postal a cuatro colores, que sale cientos de pesos. Con muy buena publicidad para los funcionarios. ¿Para qué sirvió? Para publicitar a los funcionarios. La biblioteca de la institución tiene muchos más libros (sin el acto igual los hubiera tenido). Pero en treinta años el Museo compró en dos oportunidades libros; y la editorial que publicó ese texto (y uno anterior del propio Di Núbila, “Cuando el cine fue aventura. El pionero Federico Valle”) dejó de publicar materiales sobre cine. Ninguna institución oficial da la mínima importancia al libro de cine (el concepto podría extenderse a casi todas las actividades). Sí a publicitar sus actos y a viajar cual Marcos Polos modernos por buena parte del mundo. El domingo pasado en el suplemento “Zona” de Clarín se hizo un informe sobre teatro. Enfatizaba sobre el éxito de las funciones gratuitas y la buena cantidad de público en salas oficiales, como el Teatro San Martín. Pero lo más importante era la actividad del teatro “no oficial” (“comercial” o “independiente”), en buena medida golpeado por una forma de competencia desleal. Comparando con un año atrás, la cantidad de espectadores bajó un cuarenta por ciento. Toda institución oficial debe publicitar sus actos, es una de sus actividades. Además ayuda económicamente a diarios, revistas, programas de televisión y radio. Pero estas cifras son obscenas. Por favor hagan algo para desarrollar las actividades culturales, al menos para impedir que desaparezcan; y después, si les queda algún mango, publicítenlas. Un minuto de silencio, al menos para la reflexión.