Zona de mutación

Un oído óptico

Todo espectar es perverso, transversal a los designios de los productores artísticos. Esto siembra el espacio de juegos de incertidumbres e imprevistos hasta componer, a saber, un indecidible. Lo que produce extrañezas, claro, y rechazos en algunos indispuestos (indisponibles). Lo lamentable es que el teatro es un espacio donde permanente y naturalmente deben darse pruebas de suficiencia, lo que los corre del eje fáctico y enjundioso de su libertad ejercida.

Es común que los medios del lenguaje se alimenten de algunas sustracciones, vías negativas, etc. El movimiento, por caso, y por ello mismo, el aligeramiento de la idea de espacio, amplifica espontáneamente una cierta carnalidad del tiempo, a través del medio que mejor lo explica y modula: el Ritmo. La sustracción de la unidad, la angustia por la ‘totalidad perdida’ se ejemplifica perfectamente en la ‘crisis del personaje’, que si se reconstruye como instancia dramática vivible, es porque la pulsión no-psicológica puede ser más intensa que las unidades comportamentales representativas y reproducibles, según catálogos ad hoc del arte del buen teatrista. Por decir: el canto, lo sonoro, la amplificación de lo mínimo, la alusión del/de lo otro, las argumentaciones por contacto, y vía dicendo. El personaje en la era de la crisis del personaje, se rearma como maqueta de fuerzas existencializantes en la que se planifica un nuevo ser, que aterroriza al que avizora así, una próxima toma esquizo de las ciudades. Cuando el espacio fijo vibra, puede vérselo con los ojos cerrados. Como en la música, una clave abre los campos sensibles, habitados por una onda que se modula en distintas intensidades. La clave tiene característica de fricción, de texturación háptica, palpable, de piel. Repercute en imágenes internas: vocales cromatizadas, sonidos del silencio, soledades hablantes. El estar escénico, una textura existencial, un texto texturado, puede hacer sangrar. Uno percibe el ruido de la neurona cuando por la boca del tracto sonoro, se da vuelta como un guante el cuerpo sonante, acompañado del calor febril, húmedo, biológico, de las palabras, que ni glóbulos, circulan por las venas. La desverbalización en flujos monológicos de verborrea aliviadora, se hace diálogo en los cruces con otros ríos del querer decir. Pero, en este caso, hablar es polifónico, reconstructivo de una corporalidad deseante, pero imposibilitada, amenazada por el no-decir.

El peso de la mente podría explicar si la mente es un paraíso. Sustracción del movimiento. Recital del individuo (dividuo, dividuado en mil añicos, escisiparidad rumorosa, clamante) a solas. Mejor no, sustracción del diálogo. La doble fuerza dramática está en el propio estallido de las unidades. La explosión es dramática, astraliza los hadrones cuánticos en un vórtice auto-organizante. Toda sustracción como dramatismo. Soledad. Solipsismo. Río interior. Caminata espacial por los meandros de la mente. El electroencefalograma muestra los signos del no representar; lo posdramático es una forma de estar a expensas de un diagnóstico. Apto para escuchar con oído óptico. El oído selecciona, hace ver. La imposibilidad de representarme al otro. Solo puedo fantasearlo, ponerlo en escena. Cosmogonía del ser subjetivo. Cuando nos recordamos, somos la miserable carne de metáfora de la cabeza. La cabeza nos pudre, nos deglute, nos humilla. Me piensa con un traje verde. Me hace una interioridad de sangre al tornasol. Es la hora del excitante, del estupefaciente superior a la imposibilidad de anclaje a la realidad. ¿De qué color son los pensamientos, qué olor tienen? La respuesta puede ser una letanía profana en el templo craneano, un azana sostenuta, una contemplación auditiva. Un despertar sensorial a la razón. Todo rezo es percutido sobre el envés del cuerpo. La piel es lo más profundo. Exfoliación interna del desecho espiritual. Pulso corto que sonsonetea el alma. Melopea radial, fulgente de un Big Bang ovoide. Gastrulación preternatural, cigoto de una cósmica inversa, interna. Rítmica basal del ser. Ronroneo primigenio que colisionará con las denegaciones macro-físicas.

El umbral de nebulosa del oído óptico no es el ruido, sino las capacidades de ese sentido para discernir. El oído óptico también tiene ‘zoom’ para el ‘close up’ en los campos sensibles, pero antes que eso, lo que hay en el oído es un mortal condicionamiento. La gama sonora está constreñida al ultrasonido y al infrasonido. Un oído virgen o inducido al error, es igual que el estrechamiento de los umbrales lingüísticos, a partir del achicamiento de los campos perceptivos.

Lo humano es un juego de umbrales perceptivos, de fronteras. Dentro de ellas, se está preso, fuera de ellas, a merced del no ejercicio de las propias capacidades, vulnerables, por no poder ser sintonizados, captados. No hay ruido o no-ruido anterior a la fijación consciente de esos umbrales, salvo que las señales o signos devengan ruido por aplicación de un concepto moral. Se anda mal de orejas como bien de anteojeras. La anteojera que se le aplica a un oído óptico o para el caso a cualquier ‘correspondencia’ es una deprivación sofisticada, compleja. Por no decir pensada y sistemática. La poesía es una ruptura en la neocorporalidad, en el ‘luto invertido’ en el que enactúa el poder mágico-epifánico que compensa el duelo por el que la pérdida enferma el alma de dolor.


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