Un perenne empecinamiento
Lo que se busca en cualquier trance creativo no es un ejercicio de predestinación, más bien de extravío, aventura y desaprendizaje. Lo de creer que porque se cumplen ciertos protocolos consabidos ya se pertenece, ipso facto, a un espacio que se justifica por sí mismo, es el del sistema donde hacer teatro (en tanto es de teatro que hablamos), sólo puede medirse por la unidad ‘éxito’, o por síndromes de eficiencia devenidos de la economía imperante. Cualquier otra variable resultaría desajustada y extraña a ese orden. Ni los medios ni el sistema perceptivo están organizados para evaluar en orden a una verdadera creatividad. Que lo creativo pase por la habilidad por hacer rendir las reglas, es a lo que estamos acostumbrados, con lo que la expansión sobre territorios sensibles o de conocimiento desconocidos, no sería sino una expectativa propia de una era extensiva. Después de todo, el sistema ya dado tiene en la combinatoria un infinito y a la mano. Lo verdaderamente sorprendente vendría aparejado por la desocultación de jugadas que de algún modo se presumen y están incorporadas, a priori, al campo de las posibilidades formales.
Ya no tanto la invención como el descubrimiento. Ya no tanto crear mundos como hallarlos subyacentes.
El por qué se asocia un ejercicio protocolar al arte suena a pura convención que ordena el tránsito en las autopistas culturales. Pero en dichas autopistas no existen los discernimientos. Se trata de lanzarte a una carrera. Difícil sustraerte en medio de esa loca avenida, a una derrotero alternativo.
Los extremos elitarios, a los cuales se encapsula para presentarlos en los mejores escenarios, se acompañan de prospectos que indican cómo ha de beberse, en qué dosis, aunque difícilmente se los asimile como dinámica cultural masificable y extensible a todo el campo que rige ese arte con pretensiones de industria. Los números compran cualquier ética. La raigambre comercial de un producto no comprometerá su estatus de arte, pues ya se encargará el sistema que su poder de venta sea bendecido con las categorías conceptuales necesarias para mantenerlo con la buena conciencia necesaria, del lado correcto.
La supuesta libertad a ultranza e incondicional del arte, como estuvimos cómodos adjudicarle, es un valor tapado por millones de hipocresías generales, devenidas de todos los frentes que lo dejan a merced de una ‘doxa’ contaminada, donde cualquier cosa que se diga se autoanula en el derecho a opinar de cada uno. Difícil que a una actividad que pretende nutrirse la libertad como una materia prima encuentre su justa evaluación en todos aquellos que de lo menos que pueden hablar es de su propia capacidad para ser libres, o a lo sumo podrá vérselos dar explicaciones razonables respecto a libertad de mercado.
La ardua posibilidad de concretar una idea de arte, tiende a transformarlo cada vez más, en un efluvio, un halo, un lampo pasajero, una sensación indefinible. Una inmaterialidad que circula clandestinamente por los intersticios de la comunidad, y que contiene la transgresión al tráfico. Ya no un arte por transmisión sino por inoculación, por transfusión, por transducción. Más que el ejercicio de un don divinizado, de un poder santificado, el buen talante y el poder serendípico para acceder a las alturas del hallazgo por pura presunción. La grandeza del arte como instrumento humano reside en que no cunde por la inmunodeficiencia del sistema cultural, ni por inducirlo a una solución autoinmune, más bien parece el virus capaz de desatar su mutación biológica.
Los hombres son mejores después de las visiones.