Si lo crees lo creas

Una cuestión de pelotas

Para mí es evidente que lo que ocurre con el teatro, no sé ya si es en este país en concreto o en general -pero aquí pasa seguro- es que, desde mi punto de vista, nada tiene que ver con la falta de talento, la desinformación o la ineptitud escénica. Para mí el asunto apunta directamente a lo que últimamente se destila tanto por los escenarios: «pelotas», una cuestión de pelotas.

(*Véase pelotas como testículos/ovarios en icono de valentía).

Me explicaré.

Uno tiende a globalizarlo todo, incluso en las conversaciones cotidianas diciendo «somos», o «España», o lo que nos pasa a «todos nosotros», etc. Yo misma utilizo esa forma de expresión convencional muchas veces sin darme cuenta, pero cada vez soy más consciente de que nada atiende a una globalidad sino al individuo. Nunca nada tiene que ver con el otro –colectivo- sino con uno mismo, y para ser lo más honesta y coherente posible en este texto trataré de no enfocar el tema desde la perspectiva de «nuestro teatro» o «los profesionales en España», si no de mí y la percepción que tengo yo de ese «nuestro teatro», de esos «profesionales» y de las creaciones que se hacen. No con la intención gratuita de criticar –al menos esta vez- sino para compartir con ustedes una visión profunda de cómo vivo yo las artes, con la idea de que, quizás, pueda serle útil a alguien.

Parece/me cada vez más que el término «profesional», al menos en teatro, va ligado a estos otros términos: «remunerado, programado, con visibilidad, proyección, etc.», y no a lo funcional de su carácter y su perspectiva sagrada –me remito nuevamente a este término pues creo que debería ser el pilar de construcción de cualquier creación, o al menos de cualquier creación que pretenda una «transformación».

Parece que me estoy desviando pero ya verán que en breve conectamos todo con el asunto de las pelotas.

Cuando hablo de creaciones sacras me refiero a ser tratadas como algo «mayor» que nosotros, que tiene vida propia y que se desarrolla a un nivel de conciencia más elevado, es decir, por encima nuestro (*véase nuestro como personalidades, egos, etc.)

Para ponerles un ejemplo, imagínense que Dios se le aparece a un creyente y le dice: «Hijo mío, estoy aquí. Para darte eso que me has pedido debes levantarte e ir descalzo hasta la cocina de tu vecina Mary y allí…» Y de pronto el creyente se levantara y le dice a Dios: «¡Ay Señor! Pero es que Mary es una mujer de siesta y lo más seguro es que esté durmiendo ahora. Yo no la molesto. ¡Ah! y lo de ir descalzo ni de coña, que el suelo está helado y yo enseguida me pongo malo.»

¿Qué quiero decir con esto? Que si eso ocurriera, ni hay respeto, ni hay rito, ni fe, ni hay pingas en vinagre. La personalidad del creyente -miedos, dudas, inseguridades, etc.- está siendo elevada por encima del mismo deseo/vocación y eso, en mi mundo, es interferencia, y esa interferencia, a mí como espectadora, me sume en el más profundo aburrimiento.

Seré más concreta. Si yo como directora «decido» crear una obra que hable de sexualidad, por ejemplo, o de las paranoias mentales, o de los exilios, las guerras o el coño de la Bernarda, tengo dos opciones, o ir hasta el fondo de la propuesta con lo que «realmente» quiero contar, sin tratar al público como si fuera imbécil, entrando en un proceso donde poco importa el ojo externo, o boicoteo mi propia propuesta por miedo al rechazo, al desencuentro con la profesión o al fracaso popular.

Entonces, es tan obvia para mí la preocupación de tantos directores a la hora de opinar honestamente en sus escenas, sus deseos de complacer a los espectadores, de no arriesgar en sus propuestas, de que «la luz» y «el mueble» queden donde tiene que quedar formalmente hablando, que se des-vela la despreocupación de los asuntos que, para mí, hacen de este arte una herramienta de crecimiento y poder social, como por ejemplo la dirección de actores, la profundidad de los temas que se abordan, la funcionalidad de los temas que se eligen, la magia del encuentro entre actores y público, la perspectiva del artista en crecimiento, etc. Esa información –o interferencia- tiene un protagonismo tal en los espectáculos que apenas me llega el texto que se recita, o la idea primigenia de la que nació el proyecto, pues está vacío. Y claro, lo que me dan ganas es de irme a echar la siesta con la Mary.

No es útil -ni creíble- que quieras hablarme de lo promiscuo, por ejemplo, de la libertad sexual, del impulso creativo y me pongas a gente en pelotas cagada de miedo por estar ensañando los huevos, con una dirección prudente y pudorosa que como «profesionales» tratan de entrar en la convención clásica de «imagínate que no siento vergüenza por tener una escena con las tetas al viento ¿vale?» porque eso, en estos tiempos tan complejos de vanguardia y saturada información no nos sirve. Ya no. Hay que trasgredir nuestros propios límites. En eso creo yo.

Y es en este punto donde creo que lo nuestro/mío es una cuestión de pelotas. No puedes esperar a aprender a nadar para saltar a la piscina, es incongruente. Fuera el miedo -o saltemos con miedo- no hay nada que perder, todo es una ilusión. Honremos el trabajo. Yo pongo luz a la necesidad de «riesgo», a la incomprensión social si eso nos hace vivir en un mundo más honesto y libre, da igual. ¿Qué hay más bello que una verdad? Yo quiero oírla, verla y compartirla. No se me ocurre mejor lugar que la escena para arrancar caretas, sobre todo la nuestra. Las butacas están llenas de zombis y así seguirán si en las puertas seguimos dando somníferos.

Ánimo compañeros, ¡con dos pelotas/ovarios!

…deseando disfrutar de esos «supuestos errores escénico» en sus planetas inventados.


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