Una leyenda propia
Hay casualidades que a uno le cambian. O por lo menos, al mirar atrás tiempo después, cuando los ojos tienden a idolatrar el pasado, parece que ciertos detalles resultaron claves en la trayectoria de uno. Tal vez si registrásemos nuestra vida en un documental objetivo, esas casualidades serían simplemente eso: pequeñas vivencias sin mayor trascendencia. Pero cada uno reescribe su propia historia a partir de lo que ha vivido. Sin querer, tamizamos los recuerdos y en ese filtraje algunas vivencias se pierden sin explicación aparente, y las que permanecen sufren un proceso de moldeado que les cambia el relieve. Así, experiencias nimias se vuelven prominentes y otras aparentemente más relevantes se aplanan, hasta pasar casi desapercibidas. La memoria antes de poner en disposición unos hechos para que puedan contarse, inevitablemente los transforma. Nuestra biografía narrada por nosotros mismos es pues mitad documental mitad fábula. Creo que no hay nada malicioso en ello, de forma natural tenemos un instinto fabulador. Dicho esto, lo que voy a contarles es una sencilla anécdota que mi memoria ha convertido en una especie de leyenda personal.
Era octubre de 2001. Vagaba por las calles de Bilbao en un típico día gris. Gris baldosa en el suelo y gris nuboso en el cielo. Deambulaba, me imagino, con ese paso lento e indefinido que evidencia que la mente no está en los pies, sino en las ideas que pasan por la cabeza. Estaría pensando en cualquier cosa. En teatro, supongo. Sin premeditación, guiado por ese impulso deforme que no persigue ningún objetivo, entré en una librería. A curiosear. Era una librería que ya había visitado varias veces y para entonces los pies habían aprendido el camino a la sección de teatro. Entrar y quedarme frente a la balda de libros sobre teoría teatral fue todo uno. Buscaba alguna novedad que pudiesen tragar mis ojos. Difícil. En una librería general de aquella época (tal y como sucede ahora) la sección de teatro tenía una docena libros, todos clásicos y la mayoría ya los había digerido. De hecho, entonces solía bajar a Madrid para abastecerme de libros, a La Avispa concretamente, esa gran librería teatral tristemente desaparecida.
Y resultó que aquel día gris, en esa librería comercial plagada de Best Sellers, en el escueto apartado de las Artes Escénicas, estaba un libro titulado «Teatro: soledad, oficio, revuelta». El título y la portada, una extraña máscara sobre un gran círculo de espectadores, me sedujo con ese gesto típico, a medio camino entre el conjuro y el misterio, que tienen todos los libros atractivos a una primera vista. Abrí el libro. Había numerosas fotos. Actores y actrices ejercitándose, fundamentalmente. Enseguida me identifiqué con ellos. Ropa cómoda empapada de sudor, movimientos de acrobacia, utilización de sencillos objetos como bastones o bombines… Leí algún párrafo. Me capturó la manera en que hablaba sobre teatro, el juego de imágenes que utilizaba para reflexionar sobre el oficio. «Siendo un libro sobre teoría teatral, tiene una escritura muy atractiva y hasta parece que se entiende». Algo así pensé. El autor tenía un nombre que había escuchado alguna vez, pero en realidad era totalmente desconocido para mí. Se llamaba Eugenio Barba.
Recuerdo hoy este pasaje y mi memoria me dice que ese casual encuentro fue fundamental para que hoy permanezca haciendo teatro de la manera en que lo estoy haciendo. Sería capaz incluso de razonarlo brevemente.
Por aquel entonces, el otoño de hace una década, llevaba ya varios años en una compañía de teatro. Mitigada la pasión de todo comienzo, se apoderó de mí una impresión extraña, como una especie de sensación anacrónica. La compañía tenía la estructura de un grupo independiente, tal y como se vivió el teatro de los 70 y 80, pero comenzado el siglo XXI ya no había grupos teatrales de ese tipo alrededor. Me sentía en una isla apartada en el tiempo. Tenía la sensación de que la manera en que hacíamos teatro pertenecía a otra época. Pues bien. El libro de Barba me cambió esta percepción que, de haber persistido, tal vez me hubiese llevado por otros derroteros. Me mostró que desde la periferia artística, sin precedentes académicos en la cartera, con rigor y disciplina, se podía vivir apasionadamente el teatro. O que al menos él y su compañía lo habían logrado, y que en el camino habían encontrado compañías con similares voluntades e inquietudes. Es decir, me hizo ver que había otras islas compartiendo el mismo tiempo. A día de hoy, los valores éticos y el impulso por cuidar el oficio creo que me vienen de esos textos. Al menos eso es lo que mi memoria fabuladora me dice.
Esta anécdota viene hoy a cuento, porque acabo de recibir el nuevo libro de Eugenio Barba, «Quemar la casa». El creador del Odin de Teatret, quien nos ha dejado algunas de las reflexiones más apasionantes sobre el hecho escénico, escribe ahora sobre dirección escénica, uno de los temas menos trillados de la teoría teatral. Y aquí me ven, con el manuscrito a mi lado, excitado como perro babeante que espera un delicioso hueso, antes de hincarle el ojo a las primeras líneas. Así que, si me permiten, les dejo hasta la próxima semana. Leer un libro de este calibre por primera vez bien lo merece. Pondrá otro color a este día también gris.