Críticas de espectáculos

Urtain/Juan Cavestany/Animalario

Tres razones para un éxito

 

De nuevo suena el “gong” en el cuadrilátero montado en la sala Francisco Nieva del teatro de Lavapiés. En un combate a doce asaltos que comienza con la trágica desaparición del protagonista – Urtain se tira desde la terraza de su casa del barrio del Pilar de Madrid el 21 de julio de 1992 – y acaba con la de su padre, que muere en una apuesta a ver si aguanta más que él, vuelven los de Animalario tras su clamoroso éxito de 2008. La sala sigue a reventar y conseguir entrada es toda una proeza por lo que, asumiendo los elogiosos comentarios que en su día tuvo la función, habría tal vez que preguntarse por las razones de este éxito, que es lo que pretendo hacer seguidamente.

Aunque tampoco hay que descerebrarse para dar con la más importante de todas, la que nos expone la propia compañía en la introducción de su página web: “Animalario tiene vocación de equipo, de intentar recuperar esa parte del trabajo abandonada en los años 80 por las compañías de teatro, debido en parte a las exigencias económicas y de mercado, donde se creaban vínculos y afinidades entre las cuatro partes básicas de la creación teatral, el autor, el director, el actor y el productor”. Condición ésta del trabajo en equipo sin la cual, me atrevería a decir, no hay posibilidad alguna de hacer un buen teatro y que, por los condicionantes estructurales que cita Animalario, suele brillar por su ausencia en nuestra escena, amiga de la improvisación y siempre supeditada a la inmediatez de los resultados. ¿Cómo llegar a la excelencia que tuvieron compañías como la del Teatro María Guerrero en tiempos de José Luis Alonso o que tocó con los dedos la CNTC de Marsillach antes de su defenestración, si no es estableciendo entre sus miembros esos “vínculos y afinidades” a los que se refiere Animalario? Aunque son los únicos materialmente dotados para ello, los teatros institucionales han renunciado a mantener un repertorio y una compañía que lo sustente, fiándolo todo a la presencia de un director artístico que le dé sentido y coherencia a su programación. Y las compañías comerciales, muy lejos ya de aquellas prácticamente familiares que encabezaban las grandes figuras de otros tiempos, se hacen y se deshacen al albur, ya no de una temporada, sino de la necesidad que de sus componentes tengan “bolos”, cine y televisión. Por ello es de mayor mérito la actividad de una empresa privada como la que forman los miembros de Animalario quienes, sin renunciar a su presencia en dichos medios, le dan toda la importancia que tiene a su trabajo de conjunto.

Como se hace patente al leer las presentaciones de Juan Cavestany y Andrés Lima en el programa de mano de la obra, otra de las razones del éxito de Urtain reside en la perfecta conjunción de los propósitos de autor y director quienes, con Alberto San Juan, constituyen el “alma mater” de Animalario. Y es que se trata de destripar sobre la escena la realidad de un pasado aún reciente y extraer de sus vísceras, aún humeantes, un posible significado actual. Detrás de la tragedia del “morrosko” hay un pedazo de la historia de España – el del tardofranquismo y la transición – que no, porque se diga superado, deja de tener un gran impacto en los males que nos afligen hoy. Y en un teatro como el que se ve en Madrid, monopolizado por los musicales, las comedias pornocostumbristas y la indagación del alma humana, este interés por lo que ocurre en la calle no deja de ser bien recibido por quienes la patean todos los días y pronto se dan cuenta de que lo que, en su tiempo, nos pareció anecdótico o un acontecimiento prescindible vuelve a nosotros hoy cargado de sentido. Porque esa España bronca, granuja y chulapona, la del coñac, el toro y la bandera, que fue la de Urtain sigue aquí con nosotros bien presente en nuestra “democracia real”. Y aunque ella misma se ha quitado la máscara y campa por sus respetos en las instituciones, el montaje desvela sus orígenes, sus héroes y su modo de hacer ante un público que, a medida que avanza el espectáculo, va atando cabos y extrayendo las consiguientes conclusiones como si de armar un “lego” se tratara. Una habilidad, ésa de diseccionar la realidad cotidiana, que ha sido, hasta el momento, la gran baza de Animalario para cosechar sus grandes triunfos: Alejandro y Ana…, Últimas palabras de Copito de Nieve, Hamelin o este Urtain del que estamos hablando, por referirnos sólo a los más recientes.

Pero para conectar con el público no basta con tener las ideas claras y formar un grupo cohesionado sino que hay crear un espectáculo que le atraiga como un imán. Y es tal vez esta capacidad gravitatoria, que mantiene electrizado al espectador desde que se prenden las primeras luces, la que caracteriza a Animalario y determina la orientación formal de sus montajes, siempre a la búsqueda de medios productivos que resalten el significado de la acción. Todo sucede en Urtain en un “ring” y sus aledaños y, salvo el artificio de una polea que cuelga de una cercha a la hora de fingir su última caída, a la vista de público, sin trampa ni cartón. Un espacio abierto y a la vez confinado, sin escapatoria posible, nada propicio para crear el menor atisbo de ilusión. Que no crean tampoco ni el espacio sonoro ni las luces al no traspasar nunca la funcionalidad de su cometido. Como en el circo o en el “music-hall”, un Presentador ordena el “show” al tiempo que una bien contorneada señorita nos muestra el número de “sketch” en un cartel. No hay pues posibilidad de engañarse, de pensar que vamos a ver un drama al uso, un conmovedor entreverado de sentimientos y pasiones tejido a la medida de la vida y miserias de un “juguete roto”. Aquí no hay lugar para estudiar comportamientos ni extraer conclusiones morales sino que se trata “únicamente” de reconstruir unos hechos pasados e intentar descubrir su significación presente. Y para conseguirlo, ese cuadrilátero se convierte en una cámara de simulación en la que entran y salen los actores no para “encarnar” a un personaje – difícil lo tendrían en cuanto asumen varios cada uno – sino para “representar” unos papeles previamente asignados en función de las necesidades del reparto. Así, cuando saltan al “ring”, están participando en un simulacro, en una reproducción forense de lo sucedido realmente y por lo tanto, en teoría, no deberían “interpretar” al personaje sino convertirse en una réplica, tan exacta como fuera posible, de cómo era “de verdad”. Pero como, por mucha documentación que se consulte, la distancia de lo vivo a lo pintado es verdaderamente abismal, hay que terminar echando mano – como lo hacen magistralmente los actores de Animalario – de la farsa y el estereotipo, esto es, de lo teatral. Y es de ese combinado de realidad y farsa que la intenta imitar de donde viene el halo expresionista que envuelve toda la función.

Rasgos expresionistas, escena abierta, representación consciente del papel, reinterpretación de la historia… ¿no son demasiados elementos para no hablar, guardando toda suerte de distancias, de la similitud de este teatro con el teatro épico de Brecht? No hay más que ver cómo cambia un actor cuando, desde su posición de espera a pie de “ring”, salta las cuerdas y penetra en él. Es como si se colocase cada vez la máscara que le toca llevar, una máscara que cae al suelo cuando las vuelve a cruzar para bajar. O pararse a pensar por un momento en la portentosa actuación de Roberto Álamo haciendo el papel de Urtain. Siguiendo lo dicho más arriba sobre la reconstrucción física del personaje, el actor ha ido lo más lejos que le ha sido posible que, sin duda, ha sido un buen trecho. Se ha entrenado con un boxeador, ha ganado musculatura, habla como debía de hablar él y ha adquirido sus gestos y figura. Lo que se llama un enorme trabajo de composición. Pero, una vez conseguida esa hazaña, en ningún momento la utiliza para que nos creamos que “es” Urtain sino que se ha limitado a mostrárnoslo tan verosímil como para que no nos cueste aceptar que “hace de” Urtain. Un ejemplo perfecto de distanciación.

Y esto nos lleva a una última consideración, y es el valor que siguen teniendo las enseñanzas del autor y director de la RDA a la hora de recuperar la práctica de un teatro popular. Enseñanzas que, naturalmente pasadas por su propio filtro, guían la trayectoria de Animalario, a saber: trabajo en equipo, objetivos bien definidos y una estética suficientemente alejada de los convencionalismos del drama psicológico. De esos mimbres nacen tanto este Urtain como el reconocimiento que está encontrando entre el público del Valle-Inclán. Un público que, por su edad en muchos casos, fue testigo a veces inconsciente de los acontecimientos que se cuentan y, al verlos todos juntos y ordenados, hace su definitivo arqueo. Pero también un público más joven que, gracias a las levas que el CDN realiza en coles e institutos, llena el teatro, se lo pasa bien, y sale convencido de que aquello es, al menos, igual de divertido que un buen “botellón».

 

David Ladra

 

 


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