Críticas de espectáculos

Valle-Inclán y el niño interior

Es complicado encontrar dos producciones distintas de La cabeza del dragón (farsa infantil que idease Valle-Inclán en 1909, recuperada unos años más tarde dentro de Tablado de marionetas para educación de príncipes) con un margen de apenas cinco años. Y, sin embargo, Quico Cadaval la convirtió en la primera pieza valleinclanesca montada en gallego una vez vencidos los derechos de autor allá por 2017 (con amplia gira por toda Galicia, e incluso banda en directo en algunas plazas). Ahora, el Centro Dramático Nacional la presenta en una producción dirigida por Lucía Miranda con once actores menores de 30 años, música en directo y una producción que abraza (literalmente) el teatro y al público. Un espectáculo total que exprime al máximo los recursos de que dispone con feliz resultado; al tiempo que sabe cómo abordar a Valle-Inclán desde el aquí y el ahora para ofrecerlo al público de hoy.
¿Qué tendrá La cabeza del dragón para llamar la atención de propios y extraños pese a ser, en principio una pieza pequeña entre la producción dramática de su autor? Posiblemente la mezcla de cuento infantil (con príncipes que deben superar sus propios miedos y salvar princesas en un mundo poblado de criaturas fantásticas que conviven con seres de moral disoluta y baja estofa) y ajuste de cuentas al mundo en el que vivía el autor, que no deja de ser el mundo en el que vivimos: hay en la prosa de Valle varios latigazos a la monarquía, las clases sociales o la situación política de aquel tiempo… que no parece haber cambiado demasiado a lo largo del tiempo. Después de todo, estamos ante la lucha de los aires renovadores (personificados aquí en el príncipe Verdemar y la princesa Blancafor) por lograr derribar tradiciones y estamentos preestablecidos para lograr que por fin todo cambie… o no.
Estamos ante un Valle menor y hay que saber vestirlo para justificar su representación y su interés. Lucía Miranda lo sabe: echa el resto y presenta su montaje como un gran espectáculo, una experiencia total que, desde el inicio, juega e invita a jugar al público, a buscar nuestro niño interior durante algo menos de un par de horas. El arranque, metateatral, sienta las bases de una función que dialoga con el espectador, a nivel interno y externo: el juego está servido y las reglas se pueden romper en cualquier momento. Es por ello que todo cabe, y Miranda no tiene miedo a generar una miscelánea donde conviven ficción, realidad, música en directo, texto de Valle y morcillas que lo ligan a la realidad actual; siempre desde una estética colorista, juguetona e irónica que parece querer mostrar un cuento de hadas con un punto gore y hasta surrealista. Tanto desde el variado y deslumbrante vestuario de Anna Tussell (en el que conviven estéticas nerd y directamente coloristas, que muchas veces parecen salidas de alguna producción de La flauta mágica mozartiana) como desde la escenografía de Alessio Meloni, que parte de unas simples burras de ropa para ir desentrañando toda una serie de pequeños recovecos (telones, espacios móviles…) que se van descubriendo a lo largo del montaje y potencian la imagen de cuento, alcanzando su punto álgido en la lograda escena del bosque gracias a las luces de Pedro Yagüe.
Destaquemos la agilidad brutal de un montaje que encierra sorpresa tras sorpresa desde el momento en que abraza al espectador y aprovecha cada rincón del teatro (la platea, los palcos…) para crear un espectáculo grandilocuente pero siempre eficaz. El sentido del humor es una constante para poner de vuelta y media algunas afirmaciones del propio texto (esos palcos de platea habitados por personajes variopintos, de sádicos carniceros a tazas parlantes, que dibujan tanto la libertad amorosa como la depravación del reino) e incluso potenciando algunas contradicciones internas con buen criterio (la androginia del príncipe Verdemar está llevada al extremo, casi a unos niveles que recuerdan la tradición de los personajes de la ópera en travesti; y la princesa Blancafor está a cargo de una actriz negra, como también sucedía por cierto en el reciente montaje gallego). Queda después la selección musical tan amplia como heterogénea: una miscelánea interpretada en directo en la que conviven en armonía la Muerte en Montilleja (de algún modo, un leitmotiv) con Como yo te amo, Single ladies, la poesía musicada de Rubén Darío o incluso la tradición trovadoresca vista desde la actualidad; o los guiños al propio Valle-Inclán, que puebla (en forma de varios bustos dorados) el patio de butacas. Puede que no todos los números musicales se hilen igual de bien en el contexto, pero lo cierto es que son muchos y la mayoría funcionan.
A estas alturas quizá ya imaginen que la suma de todo podría haber provocado un cataclismo de dimensiones descomunales. Pero Lucía Miranda confía en su idea y la maneja como una especie de grand-guignol que acaba suponiendo una experiencia innovadora, fresca, inmediata y tremendamente divertida: siempre se rema a favor, el espectáculo es inmersivo pero nunca invasivo para con el público y todo tiene una coherencia interna que acaba estallando en una fiesta final de alegría contagiosa. Quizá sobren algunas morcillas sobre la sociedad actual (porque no logran escapar del tópico); pero no hay que olvidar que otras que parecen de nueva creación forman parte del propio texto de Valle. Con todo, ni lo que ha logrado Miranda con un texto menor de Valle es fácil (es de los Valles más originales que se han visto) ni ese morcilleo logra emborronar el producto. Se nota que Miranda cree en el texto y sus posibilidades (¿quién iba a pensar que eran tantas?) y que tiene claro qué quiere hacer y cómo hacerlo. ¿El resultado? Una fiesta.
El amplio, diverso y joven elenco se deja la piel en un montaje que les permite trabajar en varias disciplinas (el texto, el teatro físico, el canto, la música…) con toda la energía de que disponen, y esta energía (que sube el espectáculo a unos niveles a veces disparados) contrasta muy bien con el imponente off de José Sacristán, encargado de leer las acotaciones y de aportar un aura de mitológico al cuento y al espectáculo. Entre el reparto, con la mayoría de los actores desdoblados en varios personajes, todos encuentran su ocasión de brillar. Por derecho propio debemos empezar destacando al príncipe Verdemar de Ares B. Fernández, remanso de paz en un montaje a veces conscientemente pasado de revoluciones: subraya a la perfección la fragilidad del héroe (que, como estamos en un cuento, todo lo puede contra cualquier pronóstico) y logra mantener el tipo y el foco con una entereza admirable en un trabajo de gran dificultad que supone un importante acierto de casting. A su alrededor, pura energía: desde el potente duende de Carmen Escudero (que se recrea arrancándose por bulerías una y otra vez, en una ingeniosa resignificación del personaje que la actriz acoge con arrojo y gran resultado) hasta el bufón trovadoresco (solo unos minutos después de haber sido también príncipe, junto a Fernández y Víctor Sáinz, en una escena inicial que quizá se alargue en demasía) que se marca Juan Paños, en una creación que se permite hasta jugar con el público con fluidez y comodidad. Por su parte, Chelís Qunzá y Carlos González, cada uno desde su naturaleza, dan rienda suelta a un histrionismo perfectamente controlado que juega a su favor y se retroalimenta; convirtiéndose en dos grandes payasos (en el mejor sentido del término) y llevándose algunos de los mejores momentos de la función. Como la versátil Clara Sans, que irrumpe al más puro estilo de lo que podría ser una Reina de la Noche de La flauta mágica, y se pasea por varios registros con gesto e intenciones rotundas. Si la princesa Blancaflor de Marina Moltó queda un punto por debajo del conjunto puede que sea por el desarrollo mismo del personaje; porque gana empuje y decisión en el último tramo. María Gálvez, Marta Ruiz y Francesc Aparicio completan un reparto coral y multidisciplinar que desborda energía por los cuatro costados.
La propuesta trepidante, gamberra, atrevida y rompedora que presentan Lucía Miranda y su equipo parece coherente con el espíritu de Valle, por más que algún purista se pueda rasgar las vestiduras. Demuestra la rabiosa contemporaneidad del autor gallego y la valentía e inventiva de la directora y pone en escena a un ramillete de intérpretes plenos de energía y convencidos de lo que hacen. Uno sale del teatro con sensación de plenitud, de salir un poco más feliz de lo que se era al entrar; e incluso de reconciliarse con ese niño interior que todos tenemos dentro: juguetón y travieso… como el teatro de Valle.

Hugo Álvarez Domínguez

FICHA ARTÍSTICA:
“La Cabeza del Dragón”, de Ramón María del Valle-Inclán. Dirección: Lucía Miranda. Con: Francesc Aparicio, Ares B. Fernández, Carmen Escudero, María Gálvez, Carlos González, Marina Moltó, Juan Paños, Chelís Quinzá, Marta Ruiz, Víctor Sáinz Ramírez y Clara Sans. Voz en off: José Sacristán. Escenografía: Alessio Meloni. Iluminación: Pedro Yagüe. Vestuario: Anna Tusell. Dirección musical y composición: Nacho Bilbao. Sonido: Eduardo Ruiz «Chini». Dirección conjunto instrumental: Guillem Ferrer. Canciones bufón: Juan Paños. Caracterización: Mónica Gascó. Asesor de máscaras: José Troncoso. Asesoría de objetos: Małgosia Szkandera Hernangómez. Ayudante de dirección: Belén de Santiago. Ayudante de escenografía: Mauro Coll. Ayudante de iluminación: Eduardo Berja. Ayudante de vestuario: Carlos Pinilla. Diseño de cartel: Equipo Sopa – Fotografía de cartel: Xermán Peñalver. Fotografía y tráiler: Bárbara Sánchez Palomero. Producción: Centro Dramático Nacional. Teatro María Guerrero, 26 de octubre.


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