Zona de mutación

Valor derivado

La fórmula del título alude a que la importancia que se autoadjudica la actividad teatral, puede estar supeditada a otra más importante, como cuando la puesta en escena introyecta la culpa de ser apenas una réplica (más exacta, menos exacta) de un texto que la antecede. Y en el juego complejo de fuerzas y planos propios del teatro, esta puja puede a veces devenir en una lucha de poder, donde el teórico, el crítico, el director, el productor, cada uno a su manera y según sus intereses, lo que hacen en función de marcar la cancha con su sello, no es sino una forma de llevar agua a sus molinos. Que al fin de cuentas cunda y campee en el territorio del teatro la mentirita piadosa que trata de disimular lo que en realidad se ejerce como un reaseguro apto para teatristas en velocidad crucero, como es la de aceptar y sancionar la creación escénica como de segundo grado, según se reivindique su signo bajo la lente que capta la subliminal inferioridad de aquella a los mandatos del texto que se pone en escena. La internalización femínea a ese dictamen autoral por el que se subalterniza el hacer desde la escena en una aceptación que no se confiesa, así como el espectador juega a encontrar en cada obra, por una inefable fe que le hace creer que allí hay algo, importante de pensar como verdad trasladable al mundo material. Es que el teatro no podrá desasirse de un plumazo del ecumenismo de sus vicios y manías, como antes no se pudo impedir la extensión de ese ‘instinto de representación’ hacia todo el mundo. A un espíritu de vanguardia le sigue otro de valoración de tradiciones y memorias, lo que hace inexpiable la culpa de andar descaminado y fuera de onda en algún momento, porque a la final, en un momento todo es pasado como en otro todo es futuro. Pero de la amoralidad del acto que se lanza en el teatro sin dar ni pedir las franquicias de la interpretación, de lo que se supone hay detrás como significado, de la justificación de la historia por su inmarcesible espíritu de novedad, postergando el flamígero presente que no negocia en segundas intenciones, ni en segundas nupcias con lo que vale porque está instaurado, es de lo que se trata. Siempre será fácil y ‘normal’ que hasta el grupo de realización más destacado por sus conceptos de avanzada, se encierren en una sala a la italiana a ganar tiempo con una que otra concesión, mientras nuevas y verdaderas originalidades tengan a bien aparecer. La profesión en definitiva es algo de eso, el arte de ganar el tiempo, difiriendo el acto porque se está pergeñando en virtud ya no de una poética sino de una planificación. Así, más que expansión comunicativa de un arte, se vende un ‘know-how’. Más que un aprendizaje se negocian cursos o talleres como datos de currículum vitaes. Con lo que la subalternidad es el reconocimiento implícito a un patrón. La ‘mentirita piadosa’ deviene una especie de vía de consumación hegeliana de la dialéctica amo-esclavo. Un arte sin distancia, queda a merced de las taras del arrumbamiento, asimilado a lógicas sistémicas adocenantes. Falso mecanismo de visión o develamiento. Traición a la magia para vivir de sus promesas, recurso ‘ex post’ que hace del diferimiento un orden de vida. Pero es una mentira, aunque no lo diga. El arte alimentado de malentendidos es una gigantesca alienación. Por eso el teatro debe solventar y mantener la capacidad de la urgencia, de lo impostergable. Salir de las nostalgias contrafácticas, sortear los sibilinos contoneos de la cháchara exhibicionista que se impone como código perceptivo, cuando en realidad de lo que importa no se habla, que es una manera social de no hablar de nada ni de nadie.

Si extraviamos en lo laberintos como forma de quedar a distancia de las cosas, sin llegar a una solución, a una meta, puede ser una forma de alimentar el misterio o un atajo a la eleusividad más cruel. Temer que el ideal al final coincida con algo convencional que teníamos dentro. Huir para adelante, a distancia de nosotros mismos, lejos de las propias certezas que con sus sugerencias nos emboscan en su previsibilidad. Ese extravío es una manera de realizarnos. Miedo a correr el telón postrero, detrás del cual, ¡qué se esperaba!, no hay nada.


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