Viaje al fondo de sí mismo
La presunta diversidad del arte, que haría pensar no sólo en la democratización del gusto, sino en la amplitud de criterios perceptivos que intervienen en el terreno de la pulsión creadora, puede quedar asociada a lo contrario: a una inquietud devenida de la época en que el arte ha perdido su naturalidad. El fárrago de premisas e ideas, más que devolvérnoslo a una sensación de unidad, lo torturan en la desesperación por encontrar una forma que logre no sólo configurarlo aceptablemente, sino que alivie el estado de quienes se sienten alimentados en lo más recóndito por una certeza de su disolución.
Esa presencialidad hipertrófica respondería a una denegación de su destino, con lo que difícilmente se pueda sustraer tales manifestaciones, del empedernido optimismo que las sustenta. Así como es difícil sustraer esa prodigalidad del lugar que habitan, aún en su variabilidad.
Se hace difícil evitar la sensación de muerte que lo acosa, ya como destino, ya como alternancia pulsátil de Eros y Thánatos. La aleatoriedad no logra traspasar la necesariedad, y la variedad llega al autoengaño y la impostura, camufladas de alegres novedades. Así es difícil ahuyentar la conformidad, la seguridad de dar por consolidado, un plano que en la lógica creadora de los mundos verdaderos, puede considerarse como no alcanzado, limitado por no dar lisa y llanamente la talla.
La espiroqueta que trepana las paredes de la imposibilidad, de la cruda realidad, se desmiente en la petición de principio que asegura una situación que se descuenta pero que hay en realidad que construir. De este sueño estamos disculpados y exculpados. No son tiempos de mundos nuevos.
El reaseguro de la combinación infinita de signos de acá y acullá, disculpan de fundar un ADN, pues la mezcla de los ya dados, finge proveer el nuevo ser que en realidad sintetiza matices de lo ya conocido.
La propia infinitud de la combinatoria es parte de la mentira. No es que se agota la posibilidad del nuevo ser, se agota el sueño que lo convocaba. Se depone una actitud, se da de baja una ética. Porque no es que los lineamientos de un paradigma por otro, expliquen alegremente la mutación, lo que queda es la consecuencia antropológica, humana de tal tránsito. El precio en metálico que los cuerpos reales se han tirado a sus espaldas. Al final es probable que ese cansancio sea la cifra capaz de promover la exaptación, que adecue la nueva realidad, al viejo estado de los cuerpos y espíritus que han acometidos las batallas. El viejo y cansado humano se la ve con su cansancio. Lo incluye y lo computa. Si enfila sus naves hacia nuevos horizontes, va de suyo que irá con él. La estratificación biológica, cerebral lo atestigua.
Si la cuestión del paradigma no es sino el escamoteo de un ‘olvido del ser’, el reaseguro es una nueva anámnesis, un no olvido capaz de devolver la creación a la providencia efectiva de un nuevo ser que no se base en engaños autoinfligidos.