Mirada de Zebra

Virtudes de la imperfección

«La escena es perfecta», me dijo e hizo un silencio. Su expresión no reflejaba lo que decía su boca. «Demasiado perfecta». Más silencio. «¿Cómo podrías mejorarla?», apostilló con una sonrisa que incitaba al reto. Era la maestra quien me hablaba después de haber visto una composición escénica dirigida por mí. Las palabras como aturdidas, sin atreverse a salir por la boca, se me agolpaban en la garganta formulándome preguntas. Pero vamos a ver… ¿Puede ser algo demasiado perfecto? ¿Cómo voy a mejorar la perfección? ¿Es que la imperfección puede ser más perfecta que la perfección misma? Cortocircuito de ideas.

Hay aprendizajes inmediatos, de acción-reacción, como el de los castigos, que reconducen la conducta de forma tan rápida como superficial, y hay otros aprendizajes más etéreos e insidiosos que necesitan fuego lento para fermentar. La anécdota que os apunto sucedió hace ya un tiempo y es hoy cuando puedo tratar de organizar, con mayor o menor acierto, aquel jeroglífico en palabra escrita. Así que allá voy.

Escuchada en la cotidianidad, en este ambiente tan competitivo que habitamos, la perfección suena a cima, a objetivo último, al fin anhelado de todo tránsito. En dicho contexto la perfección se describe en función de una serie de criterios objetivos y es, por tanto, algo definible, reconocible, estanco. Por consiguiente la perfección es una, sólo una, y todo aquello que no lo sea, porque no cumple los criterios previstos, se queda a medio camino con el letrero de «imperfecto» o «erróneo». Si la exigencia es excesiva, el ansia de perfección es la antesala de la frustración, pero tomado con sana laxitud es un estimulante imprescindible, pues la excelencia, aunque casi siempre inalcanzable, es algo a lo que todo el mundo aspira cuando realiza una actividad que le ilusiona. La cuestión que nos ocupa es que lo que habitualmente entendemos por perfección, en escena toma un cariz paradójico.

Todo ello viene determinado por el hecho de que el teatro, a diferencia del resto de las artes, debe recrearse en cada función. Así, mientras en cada obra de pintura, escultura o cine existe un sólo acabado y por tanto un canon particular de perfección, un espectáculo teatral tiene tantos acabados como funciones, y por tanto el mismo número de patrones de perfección. De la misma manera que una pintura busca la perfección entre el lienzo y el marco, la escultura entre la materia y el espacio, y el cine dentro de los confines de la pantalla, el teatro lo hace entre dos elementos humanos: los actores y los espectadores. Y resulta que ambos grupos varían de una función a otra. Los espectadores porque son diferentes y los actores porque aún siendo los mismos, cada día actúan diferente. Incluso el iluminador o el técnico de sonido, frecuentemente también implicados, variarán su trabajo de una función a otra, siquiera levemente. En consecuencia, porque las circunstancias no se reproducen de un día para otro, lo que ayer resultó perfecto mañana puede no serlo. Dicho de otro modo, en teatro la perfección se reinventa cada vez que hay escena.

De ahí que, si no se asimila que una escena tiene múltiples formas de perfección, uno muerde el anzuelo y acaba confundiendo la perfección con la reproducibilidad. Se opta entonces por un resultado muy concreto que se cree que es el mejor, y se busca la precisión y la reproducibilidad por encima de la humanidad y la viveza. La creación entonces se simplifica, predomina el diseño pulcro, los colores aislados, lo que es sólo lineal o sólo curvo, y se discriminan las aristas, los errores bellos, los mestizajes bizarros que son tan atractivos.

En esos momentos aparece una contradicción picarona: el ansia de perfección puede ser un impulso natural muy nuestro, pero llevado al extremo ese anhelo acaba desnaturalizándonos. Ejemplos de esa paradoja se apelotonan en la vida cotidiana, como esos bosques replantados, tan geométricos y a la vez tan insulsos, o las manzanas de supermercado con esa redondez tan perfecta y sospechosa. Y también cuando el artista intenta trazar la emoción con escuadra y cartabón, o el creador o creadora busca la sensibilidad de la misma manera que se despeja una «x» en una fórmula.

Por todo ello admiro al actor o actriz que, habiendo elaborado exhaustivamente todos los detalles, aún sabiendo que podría repetirlos a la perfección, toma el camino de la incertidumbre y juega al límite del error, sin aferrarse a lo que sabe que es efímero, revelando claramente que prefiere la humanidad a la perfección. Así es que últimamente me sorprendo diciendo cosas tan extrañas como: «Muy buena la escena. Fue tan imperfecta…».


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