¡Viva la diferencia!
Cuando yo era pequeño jugaba con mis compañeros de colegio a las bolitas, me gustaban las cabritas y en la plaza estaban los balancines. Hoy mis hijos juegan a las canicas con sus partners, les gustan las palomitas de maíz y en el parque están los sube y baja.
Chile el país longuilineo según Neruda, con cabeza de desierto y pies de hielo, es mi país aunque para otros sea un vegetal picante. Para nosotros, los chilenos, las guaguas son los bebés mientras en cuba son los buses del transporte público y la cueca, nuestro baile nacional, en Brasil es ropa interior.
Durante mucho tiempo creí que el aguacate se daba solo en México, muy diferente a la palta, hasta que empezaron a poner guacamole en los restaurantes en reemplazo de nuestro pebre cuchareado o chancho en piedra.
Me sentía único cuando tomaba nuestro jote, vino tinto con coca cola, hasta que supe que en España existía el calimocho.
Hoy todos los jóvenes flipan cuando se van de copas, mientras nosotros nos curábamos raja hasta que se nos apagaba la tele.
La mundialización no ha sido capaz de aplanar la curva de contagios del Covid-19, pero sí de homogeneizar el planeta, al menos en cuanto a formas de expresión se refiere.
¡Viva la diferencia! debería ser la consigna escrita en toda bandera de lucha por defender identidades.
No me gustaría que fuese tomado como un comentario sexista, pero en lo que a sexo se refiere ¡viva la diferencia! y nada de medias tintas.
Durante un tiempo trabajé como guía de turismo y nunca entendí a los turistas que preferían un guía de su misma nacionalidad, a uno local, o que comparaban todas las comidas típicas con las propias o que aconsejaban como se debía o no se debía hacer tal o cual cuestión.
No me gustaría que nuestra comida típica fuese reemplazada por un combo 1 de macdonalds o unas baby ribs. Prefiero por lejos, unos porotos con riendas o una cazuela de pava con barandas, y ni hablar de las pantrucas de invierno como para recuperar energías.
Tampoco se trata de defender a ultranza lo propio, cerrando las fronteras para impedir la llegada de costumbres foráneas, sino de, sin ser extremadamente nacionalista, darse cuenta que lo propio es tanto o más valioso que lo proveniente de otros países, por supuesto, sin menospreciar lo foráneo.
De restaurantes de comida china, hace tiempo ya, que el mundo está plagado, pero ahora, con nuestra supuesta bonanza económica, primero proliferaron los restaurantes de comida peruana, al punto de que hoy en día, en cualquier trayecto por la ciudad se verá más de alguno. Además ya se pueden comprar arepas o tequeños en la calle. Incluso en la televisión cuando entrevistan a transeúntes, se escuchan tanto o más acentos extranjeros que locales.
Hasta el momento hemos tenido la suerte de que los inmigrantes han logrado adaptarse a nuestras costumbres, sin perder las propias ya que han sabido generar las condiciones para aceptar y ser aceptados.
La migración es una realidad a la cual no podemos negarnos.
Es un tema extremadamente delicado cuando se trata de defender lo propio.
¿Cómo hacerlo sin dañar ni ser dañado?
No lo sé.
Siempre fuimos y seguimos siendo el último país del planeta antes de caerse a la Antártida, por lo que aquellos que venían aquí, era para quedarse. El bus no pasaba por aquí, éramos la última parada y además era muy difícil devolverse, por lo que tuvimos que aprender a soportar y soportarnos entre nosotros.
Que venga o que valla quien quiera siempre y cuando se adapte sin querer imponer.
Los muros, ahora y siempre solo se construyen para generar la voluntad de derribarlos.
¡Viva la diferencia!