Y no es coña

Vuelta al punto cero

Entre lo que presencio en vivo y lo que se me anuncia en gacetillas, convocatorias y dosieres, es ahora cuando la pandemia, el confinamiento sufrido mayoritariamente está convirtiéndose en un “tema”, en una referencia para situar las obras, las reflexiones, los materiales con los que se van tejiendo los espectáculos, esos retales con los que en ocasiones se conforman las dramaturgias o simplemente los esquemas sobre los que establecer una guía que vaya aportando pistas. Se sabía que el confinamiento había propiciado unos excedentes de materiales escritos, de ideas almacenadas, de proyectos que poco a poco han ido convirtiéndose en ofertas que de alguna manera han saturado el mercado que ya estaba por los aplazamientos y suspensiones bastante afectado.

No he tenido la suerte de visionar ningún espectáculo que abundando en el asunto me haya despertado un interés inusitado. Parece que las circunstancias globales, las sensaciones compartidas llevan a indagar en los mismos lugares del comportamiento humano, de los asuntos imprescindibles, el amor, la muerte, la soledad, la vivencia personal, y si eso no viene acompañado de alguna idea que supere lo ya conocido, se queda en la mayoría de las ocasiones en un testimonio más o menos acertado formalmente. De la serie de obras que se referencien a esos meses, a esos tiempos, me parecen más sugerentes aquellas que anuncian que se produjeron en esos momentos en los que no se sabía con claridad cuál iba a ser el futuro y que ayudaban a un repaso de la vida del artista o de su propia obra. Esas piezas, al menos las que yo he visto, se acompañan de un pellizco, de un grito, de una desesperación que bien encauzada logra provocar una desazón que pude llevar a cuestionarse a los dioses y a los otros seres humanos.

Quedan muchas en cartera, la fuente todavía no se ha secado, lo que se ha abrasado es la realidad. ¿Qué interés tiene un confinamiento por pandemia cuando se está viviendo una desgracia como una guerra en el corazón de Europa? Una guerra que nos tiene conmocionados y que nos coloca de nuevo en un punto cero de la historia del teatro tal como lo conocemos en Occidente. Porque la guerra ha sido la inspiración durante siglos de las obras de teatro, empezando por la que se considera la primera de la que se tiene constancia, “Los persas” de Esquilo, escrita nada menos que cuatrocientos setenta y dos años antes de nuestro calendario. Y habla de la guerra, de los efectos de la guerra, dando voz de manera sabia a los perdedores. 

El debate social y político de estos días en España se centra en la manera de contribuir estatalmente para amortiguar el dolor en la guerra causada por la invasión de Rusia de Ucrania. Se trata de una guerra real, a muy pocos kilómetros, con connotaciones económicas de rango superior, pero con muertes y destrucción, con exhibición militarista, y los estados europeos han optado por armar a los ucranianos, una cuestión que se debate con profundidad, ya que esta opción parece abundar en la misma guerra, en que siga, en que se incremente el número de muertos de ambos lados, en la asunción del militarismo como estrategia y táctica. 

La otra opción sería interponerse, intentar negociaciones, parar la guerra con presiones diplomáticas. Pero no hay manera de encontrar una posibilidad real ante la decisión de una de las partes de lograr sus objetivos. Cada uno de nosotros debe tomar una decisión no vinculante. Pero esto no es un campo teórico, es una guerra real, entre dos contendientes de capacidades militares desiguales. Parece claro que hay que manifestarse y clamar por las relaciones diplomáticas como posible solución. Pero acaso lo urgente y necesario es dotar a Ucrania de mayor capacidad de respuesta militar. Y de estas dudas sale la historia universal del Teatro. Y nuestros escenarios deben pasar de las musas al mensaje, no de la guerra conceptual, sino de la guerra real, la que nos puede convertir otra vez en países en reconstrucción.

Uno intenta pensar en la gran cantidad de obras de la historia universal en las que aparece la guerra en primer plano, de manera colateral, desde muchos puntos de vistas contando lo que representa esta expresión de deshumanización como elemento perpetuo en nuestras historias, ya sean recientes o remotas, ya sean en primera persona o por convocatoria emocional. Y son muchas. Los que tenemos unos cuantos quinquenios recordamos todo lo que significó Vietnam. Y recordamos como anidamos un miedo a la guerra nuclear, cuestión que en estos días se toma como una posibilidad, lo cual nos llevaría al caos, probablemente a un nuevo punto cero de la Humanidad.

La Zaranda tiene en cartel en el Teatro Español de Madrid una obra magnífica, estrenada hace unos cuantos meses, “La batalla de los ausentes” y se convierte, además de por sus valores tetarles inconmensurables, en el mejor manifiesto para entender la imbecilidad de las guerras, los mecanismos con los que se movilizan a contingentes de soldados y poblaciones, con banderas, soflamas, patrias y descarnados dibujos del abismo donde puede caer la inteligencia humana convertida en pionera de la ambición y el poder. Una obra arte al servicio de la belleza y la vida. Pero no nos escapamos: la tragedia continúa.


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