Y ahora, ¿qué hacemos con este virrey? (I)
El virrey gozaba de una tranquilidad proveída por la Junta Suprema de Santa Gracia, como un recurso provisional, porque carecían de nociones acerca de cómo debía tratarse a los gobernantes depuestos. Permanecía custodiado por un cuerpo de artillería, para impedir los desmanes de la población que frecuentaba los alrededores de la plaza y los contornos del palacio certificando las medidas de seguridad bajo las que se hallaban los cautivos –se decía a la población que los virreyes estaban arrestados- , porque la Junta no parecía muy segura de sus decisiones.
La Junta hacía esfuerzos para conseguir que el pueblo se olvidara de los ilustres prisioneros. Estos empezaban a convertirse en una carga moral para los moderados, porque cada día el pueblo exigía más dureza contra los antiguos verdugos, y por eso tomaron la determinación de presentar, de vez en cuando, a funcionarios de menor importancia, para mermar el tono de las ofensas. La insistencia popular obró en perjuicio de los Oidores Alba y Frías, contra quienes pidieron el remache de sendos grillos y su presencia inmediata en los balcones de la casa consistorial, a pesar de la lúcida exhortación de tres clérigos, acerca de “la ira divina descendiendo sobre los pueblos acosados por la venganza y la impiedad”. Cuando los presentaron, el pueblo, con voz modulada y unánime expresó:
–¡Ah, bien; eso era lo que queríamos ver!
Al día siguiente reclamaron la presencia de los mismos Oidores para constatar la permanencia de los grillos, y la de otros dignatarios, pues parecía como si el pueblo hubiese creado una comisión encargada de elaborar una lista con los nombres de aquellos a quienes más reclamos debían hacerles, ahora que era independiente. En dos ocasiones presentaron al encargado de correos, a quien le preguntaron sobre el destino de los últimos pliegos llegados de la Metrópoli, pues se tenía la sospecha de una conspiración contra la independencia. La Junta no quedó satisfecha con las explicaciones que dio el encargado de correos en esa salida, y arguyendo el clamor popular de más información ordenó una segunda, y éste, a punto de romper en llanto rogó comprensión al soberano pueblo, después de explicarle que cuando un funcionario comete un error bajo un gobierno al que debe fidelidad, ese error debe imputarse al gobierno y no a quien obró obedeciendo un mandato incontestable.
Aprovechando que la mirada popular estaba ahora puesta en la cabeza del virrey y en la de su consorte la Junta ordenó la liberación de algunos prisioneros cuyos delitos no habían sido definidos como perjudiciales, y les advirtió a los beneficiarios de dicha gracia, que ésta era una muestra de buena voluntad del nuevo gobierno. Después, dos miembros de la Junta se dirigieron a los balcones del palacio e invocaron la paciencia del pueblo, expresándole que, “con un adecuado manejo de la prudencia los pueblos se procuran cambios más favorables que los ocurridos a través del inveterado vicio de la violencia, que sólo deja desolación y ruina”.
No obstante el sosiego ciudadano a cada uno de los miembros de la Junta le quedó un sentimiento de vergüenza, porque no estuvo entre sus planes ayudar a formar tanto alboroto. Dictaron un bando, encabezado por la imagen del rey, la música auxiliar, la caballería, el cuerpo de sargentos, la compañía de granaderos y diez vocales a caballo, para expresar que el mayor esmero de la actual Junta era conservar la integridad de la religión católica, de los derechos del rey y de los buenos de la Metrópoli; y para advertir que en adelante quedaban prohibidos los tumultos, y que toda petición debía hacerse, en primera instancia, al Síndico Procurador General, para su estudio. Hablaba el mismo bando de la seguridad de las armas, con las cuales se crearía un batallón de guardias nacionales comandado por el capitán Edemir Velandia, para premiarle su pronta demostración de amor a la causa por haber desistido del honor de continuar al frente de la guardia personal del virrey para trasladarse al bando de los independentistas.
La junta ordenó la excarcelación de otros presos, y a los sospechosos de haber tenido alguna relación con los emisarios del restaurador Napoleón les aconsejaron cambiar de opinión, “porque en Santa Gracia la independencia es un hecho irreversible”.
La paz, había regresado.
Pocos días después se escuchó que el virrey le había ordenado a su guardia personal iniciar la desestabilización del gobierno, y que en el palacio había tantos cañones apuntándole al pueblo, que no había por dónde moverse. La Junta, requerida por la ciudadanía convocó a una sesión extraordinaria. La convocatoria fue acompañada por el violento repicar de las campanas y el escándalo de los pobladores, que abandonaron sus casas armados con instrumentos de cocina y de labranza, para congregarse en la plaza. Acosada por la exigencia de los sectores temerosos la Junta dotó al pueblo de material de guerra y ordenó sembrar en los lugares estratégicos de la plaza seis cañones pedreros. Al pueblo, la situación le pareció de extrema gravedad, cuando uno de los más distinguidos emergentes, conocido como el más sereno, advirtió que todo el mundo debería estar preparado para disparar, porque en cualquier momento las condiciones obligarían a la Junta a dar la orden de hacerlo.
Minutos más tarde, al anuncio de que venían de la Casa Consistorial los Vocales comisionados para persuadir al virrey, el pueblo fue llamado al orden, a formar una calle de honor para dar paso a éstos, y a acatar con rigor las órdenes emanadas de la Junta, “so pena de ser declarado reo de lesa patria aquél que osara tomar iniciativas personales para incitar al desorden”.
Cuando los Vocales regresaron de la conferencia con el virrey un miembro de la Junta ordenó el retiro de la guardia de éste, e hizo despejar el frente del palacio, en cuyo interior sólo quedaban el virrey y su esposa.
Advertido el virrey de la colaboración que debía prestarle a la Junta, para garantizar la tranquilidad, y su propia seguridad, se dejó conducir hasta la oficina de cuentas en donde se sustituyó su guardia por una de patriotas distinguidos. Otros Vocales condujeron a su esposa a la Enseñanza, mientras Velandia, con el mejor de los ánimos, armas al frente convocaba la piedad del pueblo invitándolo a dar muestras de magnanimidad, recordándole que los vencedores, cuanto más grandes son, más generosos deben ser con los vencidos.
Recuperada otra vez la tranquilidad, la Junta, que después de cada suceso bochornoso recuperaba el sosiego de su conciencia aportando generosidad a manos llenas resolvió soltar más presos. En reconocimiento de tal acto el impredecible capitán de los ejércitos reales, Don Paco García juró entusiasmado el Acta de Independencia acompañado de dos descargas de cañón, de los vítores del pueblo y de la sonrisa socarrona de algunos miembros de la Junta.
El acontecimiento se celebró con música angelical y una misa de acción de gracias, a la que asistieron todos después de abandonar los odios a las puertas de la Catedral, por recomendación del Clero.
-¡Hay paz, hay paz!, cantaron los asistentes, con un sentimiento que llenaba el pecho de honda ternura.