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Alquimia de artesanía en arte. El Lear de Lluís Pasqual

Al margen de la oportunidad social y política del momento en el que un teatro público decide programar un clásico, existe un impulso fundamental de enamoramiento, de deseo, respecto a la obra en cuestión que se programa.

Me da la impresión de que esa es la condición, sine qua non, para que un proyecto teatral pueda llegar a un final feliz, siempre y cuando las circunstancias concurrentes, y los vientos del momento, le sean favorables.

Me da la impresión, además, que en el teatro que escenifica obras, del repertorio clásico o actuales, ya escritas o publicadas, la relación entre la dirección escénica y el texto a representar debe ser como la de un enamoramiento.

La idea del encargo o de la funcionalidad de una obra, si no va acompañada de esa química, difícilmente cuajará en arte.

Por otra parte, cualquier obra de arte eficaz, a través de su belleza y sus valores intrínsecos, ya debería justificarse como herramienta o medio de humanización.

Desde esta perspectiva, banalidad y arte no se avienen. El arte y la vacuidad no se abrazan.

El día 12 de enero estuve en el Teatre Lliure de Barcelona viendo uno de los grandes clásicos del canon occidental, EL REI LEAR de W. Shakespeare, dirigido por Lluís Pasqual, en traducción de Joan Sellent.

Al salir, después de disfrutar del poema escénico que Pasqual nos propone, no podría justificar esa elección de programación por la relación que ese texto, y los valores que encarna, tiene con el momento actual.

No obstante, sí que podría justificarlo por la interpelación que el propio juego teatral suscita alrededor del error humano de confiar en las apariencias del amor falso, la perfidia del interés económico y de la ambición de poder en el mismo seno de las relaciones entre hijas/os y padres. Regan, Goneril y Lear. Edmund y el conde de Gloster. El interés que escinde y hunde familias. La pérdida de espacios y roles (relaciones) y la desesperación, la decrepitud y la pérdida del juicio, representados en la historia del viejo rey Lear. El interés y la ambición de poder, que derivan en falta de escrúpulos, corrupción y violencia, hasta los límites de la psicopatía. El grupo capitaneado por Goneril, Regan, Edmund y el duque de Cornwall. Esas nuevas promociones de poderosos para los que Lear se convierte en un estorbo, aunque sea el padre que les proporcionó la posición en la que se encuentran.

El juego teatral, en este montaje, se afirma, sin recurrir a recreaciones históricas, sino más bien desde una gimnasia musical y poética de la actuación.

En cierto sentido, podría parecer un concierto teatral en el que las actrices y los actores interpretan la partitura de acciones de la tragedia shakespeariana, haciendo hincapié en una interacción lúdica que no se esconde, ni exhibe una ilusión de realidad de trazo psicológico. No. Pasqual dispone la Sala Fabià Puigserver, en colaboración con Alejandro Andújar, como un espacio de juego, en el que las plataformas hidráulicas centrales se mueven, generando diversas pasarelas, podios, mesas… en una arquitectura fluctuante de la que forman parte las actrices y actores con sus movimientos.

El público, situado en dos gradas a ambos lados del espacio de juego, asiste a ese concierto teatral sin una plena inmersión emocional, sino desde la distancia de quien observa un partido de fútbol o un campeonato deportivo, en el que se debaten ideas y actitudes, en el que se despliegan estrategias retóricas.

Contemplamos las jugadas, los asaltos, las acometidas, las retiradas, las invasiones, las persecuciones, las huidas, los ataques…

Observamos a las jugadoras y a los jugadores mientras juegan, pero también mientras se sientan en las primeras butacas a observar el juego, igual que observamos al público que tenemos en la bancada de enfrente o los efectos celestes (nubes, ocasos, tormentas…) en las pantallas apaisadas que coronan ambas gradas, complementando poéticamente, las sugerencias de la acción.

A ambos lados de ese espacio central y longitudinal, en los balcones laterales, se sitúan músicos.

Percusión y órgano capitanean el espacio sonoro, en el que también se integran otros instrumentos musicales y las mismas réplicas verbales de los personajes.

Merece especial mención, en este aspecto, ese estilo, a medio camino entre el canto y el habla, que utiliza con excepcional maestría Laura Conejero, que aquí interpreta a Regan.

Laura Conejero clava las entonaciones en el lugar exacto de la reacción o la acción, dentro del feedback del diálogo. Y lo hace con una melodía sutil que le permite una fluidez energética envolvente, en la que se definen los vectores actanciales de sus personajes, igual que saetas en el aire.

Siempre me llamó poderosamente la atención ese curioso uso de la voz semi-cantada de Laura Conejero. Desde mediados de los años 90, en los primeros espectáculos en los que yo la he visto actuar, en la Sala Beckett, dirigida por Sergi Belbel, ya resultaba atrayente esa peculiar manera de abordar la interpretación.

Con un recurso semejante, aunque en otro estilo, con una voz autoral-actoral ya muy definida y sólida, también se encuentra Núria Espert, que aquí interpreta al rei Lear.

La melodía de la acción verbal, en Núria Espert, se despliega según lo requieren las situaciones en las que sus personajes intervienen, y el cuerpo y la gestualidad parecen adaptarse a esa melodía, como en una danza íntima e incesante que va dándole forma a la actuación.

Bien es cierto que Lluís Pasqual es un director en el que el oído y la especulación temporal suelen ser elementos centrales en sus concepciones teatrales.

Yo le he visto dirigir a Anna Lizarán en Tot esperant Godot, actuando él mismo a su lado, moviéndose y gesticulando, para ofrecer esa música cinestésica en la que se corporeizan los impulsos que el texto implica y el juego requiere.

Una dirección casi coreográfica, en lo vocal y en lo corporal, que vuelve música y juego las obras que toca. Una dirección que se maneja en lo intuitivo y en lo pasional exteriorizándolo sin explicaciones intelectuales, sino desde la inmersión en el propio juego, desde una implicación muy cercana y participativa con las actrices y actores, pero que, no obstante, es capaz de ostentar esa distancia de quien traza y pule su objeto artesanal hasta que deviene arte.

Quizás por eso, en EL REI LEAR, parece que la musicalidad inunda sensorialmente la escena, y en esa tónica se encuentra con mayor o menor incidencia el resto del elenco: Julio Manrique (Edgard), David Selvas (Edmund), Teresa Lozano (bufón), Ramon Madaula (duque de Kent), Míriam Iscla (Goneril), Jordi Bosch (conde de Gloster), Jordi Collet (duque de Albano), Rafa Delgado (Oswald), Òscar Rabadán (duque de Cornwall), Aleix Albareda (rey de Francia), Jordi Llovet (duque de Borgoña), y Andrea Ros (Cordélia).

Teresa Lozano, en el bufón, desde la musicalidad del contrapunto cómico, por una parte. Y, por otra, Julio Manrique, en un Edgard que se oculta bajo la apariencia del loco, pero que también aúlla de dolor, cuando contempla el estado de postración en el que su hermano Edmund ha dejado a su padre Gloster, recurren a esa utilización a medio camino entre la voz cantada y la voz hablada.

Es curioso observar y analizar como el llanto, los gemidos y sollozos necesitan un encaje melódico, una estilización, para funcionar dramáticamente y que no resulten ridículos o estridentes, en el escenario, y vayan a causar el efecto contrario al deseado. Acontece algo muy parecido con la risa y las interjecciones expresivas.

Tanto en el fingimiento de la locura, por parte de Julio Manrique en Edgard, como su expresión del dolor, igual que acontece con Núria Espert en Lear, pasan por esa ejecución, en la que la emisión sonora, inarticulada y articulada, se estiliza musicalmente.

Esto, de alguna manera, nos acerca a aquella idea de que la tragedia nos toca, no tanto por la (re)construcción lógica de una historia o por la convicción psicológica de los personajes, como por los efectos empáticos generados por el movimiento, la danza, el recitado, el canto, la melopea… el ritual, en una dimensión más dionisíaca que apolínea. Pensemos en los coros de la dramaturgia de Esquilo.

En esta dimensión, sobresale el efecto rítmico que genera la sincronía del canto coral ejecutado por un grupo de actores que, además, intervienen jugando personajes de apoyo: soldados, oficiales, mensajeros, caballeros, asistentes.

Ese canto coral tiende a la monodia y al susurro, para subrayar y contribuir a la creación de atmósferas envolventes, con un toque impresionista y simbolista.

Así concebida, la escenificación de EL REI LEAR se ofrece con una fuerte potencia en lo sensorial, una riqueza que matiza y facilita los contenidos filosóficos que ostenta esta compleja tragedia.

Tenemos la impresión que Lluís Pasqual vuelve fácil lo difícil. Tenemos la impresión de que el dominio sensible y audaz de la artesanía, del oficio, de la carpintería teatral, apoyándose sobre lo más humano: el movimiento de actrices y actores, el movimiento del espacio, el movimiento vibratorio de la música y de la palabra, consiguen la alquimia de artesanía en arte. También tenemos la impresión de que la razón primera para elegir esta obra, para su puesta en escena, es el amor o el enamoramiento, otro factor alquímico que vuelve fácil lo difícil.

Afonso Becerra de Becerreá.


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