Críticas de espectáculos

El Eco de la Sombra / Teatro de los Sentidos

Laberinto de Sensaciones

 

«El Eco de la Sombra» no es una obra de teatro. Los actores tampoco se presentan como tales. El espectador no desempeña el rol que en teoría le corresponde. Y estas palabras no quisieran ser una reseña al uso.

El Teatro de los Sentidos lleva 16 años realizando un verdadero ejercicio de recuperación de  tradiciones orales ancestrales. Algunas de la Amazonía colombiana. «El Eco de la Sombra», al igual que la trilogía que la precede, es una muestra de esa búsqueda antropológica del lenguaje y del silencio. Es un laberinto de los sentidos. Un viaje al origen para recuperar sensaciones que retornan desde la noche de los tiempos. No hay actores, las personas desempeñan el papel de guías, no hablan, conducen al recién llegado por el laberinto que le espera. Los asistentes serían más bien «vivenciadores», o deberían serlo para estar receptivos ante esta experiencia iniciática.

Lo que es seguro es que nadie sale con el mismo estado de ánimo que entró. A lo largo del recorrido, se verán alterados, masajeados, acelerados y, sobre todo ralentizados. Asombro, desconcierto, duda, sorpresa, alerta, relax, sensualidad, miedo amistad, descanso. Están en su camino. Cambio de frecuencia, de ritmo, de vida, por unos momentos. Por unos benditos minutos. “Los espectadores no pueden ser los mismos al entrar que al salir. Cada asistente recibe lo que provoca”, confirma Enrique Vargas

«El Eco de la Sombra», inspirado en, «La Sombra», un cuento del danés Hans Christian Andersen, no propone, necesita, la participación de los asistentes. Enrique Vargas, fundador de la compañía en  1973, siempre se refiere a ellos como “viajeros” y hace toda una declaración de principios: «El teatro es un juego y no hay otra forma de verlo».

En este caso, al asistente le toca nada menos que capear con su sombra, perderla, recuperarla, amplificarla y, siempre, siempre  recrear su relación con ella. Añadir que las obras del Teatro de los Sentidos siempre consiguen modelar el espacio, esculpir la oscuridad y cargar los silencios.

Cómo recogen algunas opiniones, Vargas y su teatro de los Sentidos, consiguen otro de sus actos de magia teatral. A destacar, además, el montaje por su cualidad artesanal que n os remite a elementos esenciales.

Hay que reconocer que es una experiencia inclasificable, pero por eso mismo tentadora. Nos recuerda su anterior trilogía: «El Hilo de Ariadna» (1994), «Oráculos» (1998) y «La Memoria del Vino» (2004). Esta poética sensorial», como a la compañía le gusta denominarla, asombró en 1994 a los primeros afortunados que se acercaron a desmadejar «El Hilo de Ariadna», antes de encontrar el Minotauro. Lo demás es historia de otra forma de entender el teatro en nuestro país.

Vargas se refiere así a la propuesta de Gijón: “Es un tejido de silencios , de espacio, de experiencia, donde lo más importante  es lo que no se dice. Lo esencial es invisible. Diferenciamos mucho lo que es silencio, pues las palabras sirven para agredir, para esconder. Raramente sirven para compartir. El silencio es el eco de la palabra”.

“Cada pase –continúa- es la suma de lo que los viajeros han puesto en él. Es lo que el viajero que  pasa por allí pone de si mismo. Parece algo intangible, pero la obra se nutre del calor humano, de sus experiencias y vivencias. Tú recibes siempre más de lo que das”.

No son la vista y el sentido, como en las obras de teatro convencionales, los sentidos más gratificados, sino el olfato y el tacto. Probablemente un sordomudo sería el viajero perfecto de «El Eco de las Sombras». Los aromas y los perfumes son fundamentales para la evocación. El tacto es imprescindible para consolidarlos. Con mucho gusto

Silencio

Antonio Mayo 


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