Críticas de espectáculos

El retrato de Dorian Gray

EL RETRATO DE DORIAN GRAY.

Autor: Oscar Wilde.
Adaptación teatral: Fernando Savater.
Dirección: María Ruiz.
Intérpretes: Juan Carlos Naya, José Luis Pellicena, Mariano Alameda y Abigail Tomey, entre otros.

Centro Cultural de la Villa.

LAS TRES VOCES DEL ALMA.

La obra más importante del genial autor inglés comienza a gestarse en 1886, en forma de capítulos que serían publicados en diversos medios de comunicación, hasta editarse como novela, cuatro años después.
“El retrato de Dorian Gray” retoma el mito de Fausto, clásico personaje capaz de vender su alma al diablo, por la felicidad eterna… En este caso, por la eterna juventud. Aunque, Oscar Wilde, va más allá. El drama fantástico que, para esta ocasión ha adaptado Fernando Savater, es mucho más que la simple historia de un joven, que extasiado por su belleza, formula un deseo. Éste se cumple y a partir de ese mismo instante, pasa a ser una persona deleznable, de dudosa catadura moral que va dejando tras de sí las huellas de una infelicidad constante.
“El retrato de Dorian Gray” es la lectura certera de una sociedad, de una época y del ser humano, poliédrico y dueño, en este caso, de tres rostros, tres anhelos y tres formas de entender y contemplar la vida.
¿Es que, acaso Dorian Gray (Mariano Alameda) no fue siempre, tal y como revela el paso del tiempo sobre el cuadro pintado por Basil (Juan Carlos Naya). Vendió, el joven Dorian, su alma al diablo o más bien, cayó rendido ante la verdad que, de forma seductora le revela Henry (José Luis Pellicena). Es que acaso, Dorian Gray, como todos los hombres, no se asustó de sí mismo, al pensar, al creer, al utilizar su ingenio… Es que acaso, no ocultó esos pensamientos, adoptando una falsa naturalidad, que en palabras de Henry, no es más que una pose…?
Dorian Gray se convierte en el ejecutor de las palabras de Lord Henry. Se enfrenta a la doble moral imperante en una sociedad conservadoramente liberal y enfrenta al mismo Basil, refugiado en un romanticismo trasnochado e ideal, a su mayor obra: El espejo absoluto de un ser humano que, bebiendo de un trago el placer de los instintos, hipoteca la belleza, merced a una inutilidad tan efímera como insustancial. Dorian Gray recuerda el primer deber del ser humano. El deber de ser él mismo. Un deber, un mandamiento obturado por las formas, por las apariencias, por la hipocresía que condenará a nuestro protagonista a ser un simple espectador, un simple teórico, un ser extremadamente rico, encargado de predicar lo que no es capaz de llevar a cabo… Pues todo aquel que posee un Don, acaba pagándolo muy caro.
De los tres rostros del ser humano sólo sobrevive Henry, eternamente anclado en una calurosa tarde de junio.
La pureza sin la maldad, el arte sin su cruz, la belleza sin la realidad, no pueden subsistir. Basil y Dorian, se consumen en sus deseos, en sus anhelos… Uno no puede resistir la imagen que su espejo le devuelve, el otro intenta vestir su futuro con unos ropajes invisibles sin descubrir que va desnudo.
José Luis Pellicena, Juan Carlos Naya y Mariano Alameda, son las tres voces a partir de las que, en la puesta en escena dirigida por María Ruiz, descubriremos el alma de Oscar Wilde, y por ende, nuestra propia alma.
Estamos ante un texto muy bien adaptado. Fernando Savater, uno de nuestros grandes filósofos, ha sabido extraer la esencia de la poesía para devolvérnosla en un continente más sencillo y depurado. De igual modo, tenemos ante nosotros una puesta en escena desnuda de elementos accesorios. Muy dinámica, con numerosas localizaciones que toman forma gracias a un uso muy acertado de la luz. Sin olvidarnos de la pantalla que, al fondo del escenario, nos irá marcando el paso del tiempo y sus efectos en el alma de Dorian Gray.
Si algún “pero” hemos de poner a este montaje, lo haremos a su precipitado final. Dorian-Alameda, corre raudo y veloz y en dos navajazos destroza el cuadro, muriendo demasiado rápido. El desarrollo de la obra es pausado, lento. Podríamos afirmar que es el personaje interpretado por Pellicena el que va marcando el ritmo… Un ritmo que se mantiene hasta que Dorian Gray, toma la firme decisión de “ser bueno” y muere. A mi parecer, la agonía debería haberse concebido de un modo más detallado, manteniéndose bajo el retorno de la imagen del cuadro hasta aquella tarde de junio, en el que en el rostro brillaba, joven e inmaculada, la belleza.
Por último, quiero señalar, sin que sirva de precedente, la labor de Juan Carlos Naya; alejado de su pose casi estudiada, de su amaneramiento artificioso y exagerado, en ocasiones.
María Ruiz ha llevado a cabo una gran labor, en un montaje que deja al descubierto el trabajo del actor, siendo éste arropado, por una puesta en escena, una iluminación y un vestuario, cuidados de forma exquisita.
El paso del tiempo, el ritmo, las clases sociales, los deseos, la dualidad y la ambigüedad constantes, flotan en la atmósfera del escenario del Centro Cultural de la Villa, siendo estos los pinceles certeros del retrato de una sociedad que sigue asustándose de sí misma, que sigue refugiándose en una naturalidad tan falsa como la moralidad o inmoralidad de un deseo que, simplemente, ES.


Mostrar más

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba