Críticas de espectáculos

Esperando a Godot/Samuel Beckett/CDN

Una lectura contemporánea de Alfredo Sanzol

El público sale dividido del teatro. Unos, los más mayores, echan de menos aquella imaginería oscura, expresionista, que Roger Blin y sus actores imprimieron a la primera representación de Esperando a Godot, el 4 de enero de 1953, en el Théâtre de Babylone de París. Una visión icónica que ha quedado grabada para siempre en el imaginario de al menos dos generaciones de espectadores: Vladimir y Estragón rigurosamente vestidos de luto, con sus bombines bien calados y sus desastrados levitones, debatiendo cómo matar el tiempo mientras llega Godot. El resto de la audiencia, que la ha visto tal vez por vez primera, emerge de la sala aún sumergida en esa tonalidad fría azulada que es como la firma de Sanzol y baña el escenario del Valle-Inclán transformándolo no ya en el paisaje desolado y terráqueo del estreno en París, con su árbol esmirriado allá en el medio, sino en un panorama sideral, un mar lunar.

Puede que ese aclarecer ambiental, del gris oscuro al azul espacial, responda consecuentemente a la evolución del sentido de la obra en sus – ¡sesenta ya! – años de vida. Así, refiriéndonos a nuestro país, la presentación de la pieza de Beckett, traducida y dirigida por aquel abanderado del teatro europeo de vanguardia que fue Trino Martínez Trives, comprende tres hitos. El primero consiste en su representación, el día 26 de mayo de 1955, en el paraninfo de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid en donde es recibida entusiásticamente por un público estudiantil e ilustrado. Un público que, sojuzgado por el franquismo e inmerso en plena ola existencialista, sabe de sobra que la obra pertenece a un momento histórico bien determinado en el que, tras la guerra civil y la mundial, el mundo se enfrenta sin remedio tanto a la guerra fría como al holocausto nuclear. La pieza pisa un escenario comercial, el del teatro Windsor de Barcelona, el 8 de febrero de 1956. Aunque la prensa la recibe a regañadientes, el público y las revistas especializadas son igual de entusiastas que en la universidad madrileña. Por fin, y tras estas primeras tentativas, Dido Pequeño Teatro de Madrid, el ejemplar teatro de cámara de Josefina Sánchez Pedreño, la monta en el teatro Bellas Artes el día 28 de marzo de 1956. Hay opiniones encontradas en la sala pero la mayor parte de la crítica oficial capitalina, con su habitual cerrilismo, pone el grito en el cielo y la tacha de incoherente y «absurda».

Claro que el hecho de que, en uno de sus habituales arranques imperiales, la crítica inglesa la nombrara «mejor obra mundial de teatro de 1955» y el que, a pesar de su confinamiento, pronto empezaran a filtrarse en España los ecos de su repercusión universal, templó los ánimos de nuestros comentaristas más retrógrados que, al igual que muchos de sus colegas conservadores europeos, optaron por poner en marcha todo un sistema de mixtificación y «recuperación» del texto que ha llegado hasta nuestros días. Y es que, según las tesis más extremas de estos exégetas, Esperando a Godot sería un drama intemporal sobre la naturaleza humana en cuanto, atendiendo a sus frecuentes alusiones evangélicas, no viene a significar otra cosa que la indefensión y soledad del Hombre en un mundo dejado de la mano de Dios. Interpretación maximalista que, ya en su día, recibiera multitud de matizaciones, aunque relacionadas todas ellas con una visión trascendente del mundo que, así a primera vista, parecía encajar perfectamente con las fuertes corrientes humanistas que recorrían Occidente tras los estragos materiales y anímicos de la segunda guerra mundial. Un humanismo cristiano que muchos biempensantes y almas pías sacaron a relucir por entonces elevando el nivel de sus discursos hasta las salvíficas cumbres metafísicas que pueden encontrarse en un libro tan influyente en la época como lo fue Literatura del siglo XX y cristianismo, escrito por el teólogo belga Charles Moeller en 1953. Es más, aprovechando el auge de aquella manera de pensar entre la intelectualidad de entonces, muchos de estos exégetas no dudaron en adoptar el término «existencialista» para referirse a la obra. Y es que todo parecía coincidir: Beckett empezó a escribir En attendant Godot en 1948; y L´existentialisme est un humanisme, el libelo en el que Jean-Paul Sartre exponía los fundamentos de su doctrina, había aparecido en las librerías dos años antes, en el 46. ¡Y también él hablaba de humanismo! El único problema residía en que ambos humanismos, el cristiano de Moeller, esencialista por naturaleza, y el existencialista sartriano, no coincidían prácticamente en nada: en el primero, el Ser (Dios) precede a la Existencia del humano; en el segundo, es el hombre sin Dios el que se hace a sí mismo a partir de sus actos, la Existencia precede a la Esencia. Y el lector se dirá a estas alturas: ¿dónde quedan Vladimir y Estragón (y Godot) en este lío?

Alfonso Sastre zanjaba la cuestión en su presentación de la obra en el primer número de la revista Primer Acto, que se estrenó con su publicación en abril de 1957. Y lo hacía negando la mayor, en cuanto decía lo siguiente: «Esperando a Godot es, para algunos, un drama fantástico. Se trata para ellos de una pieza rara, oscura, desarraigada de la realidad, ajena, arbitraria, extraña, caprichosa. Quizá una secreción póstuma del «surrealismo». Quizá una oscura ilustración para una extravagante filosofía de la existencia. Quizá la pura objetivación de un delirio. Se trata, pues, para estos espectadores, de un drama que no tiene nada que ver con su vida, con su autobús, con su oficina, con sus conversaciones. (…) Para mí, esta actitud ante Esperando a Godot resulta incomprensible. Y es que yo nunca he visto un drama más realista». Y aquí se explaya nuestro gran teórico y dramaturgo sobre ese concepto de «realismo» escénico que nadie como él ha sabido estudiar en nuestro país. Un realismo abierto que no reside exclusivamente en ninguno de los movimientos estéticos, de los «ismos», de los que está plagada la modernidad (desde luego, no en el naturalismo) sino que hace uso de ellos a medida que se revelan como los más eficaces para poner de relieve su objetivo final: la representación del mundo a través de unos personajes que, enfrentados a una situación real, reaccionan como nosotros lo haríamos. Así, para un enfermo pulmonar, viene a decir Sastre, la radiografía de sus pulmones le puede parecer extraña e irreconocible; sin embargo, ésa es su realidad más profunda y no la foto sonriente que exhibe, complacido, en su carnet de identidad.

Y es en ese territorio de la «realidad más profunda» donde se desarrolla Esperando a Godot. Por de pronto, «no pasa nada», exactamente igual que en nuestra realidad cotidiana. Es cierto que Vladimir y Estragón se nos presentan como si fueran dos payasos de circo chaplinescos, un augusto y un «clown», pero ello no deja de ser un recurso formal en cuanto sus problemas – el abandono, la soledad, la angustia – forman parte de la condición humana más habitual. Esperan a Godot, pero ¿quién no lo hace con ese puesto de trabajo, esa carta de la Administración o ese correo de la mujer amada? Como todos nosotros, esperarán hasta el Juicio Final. Parecería que se aburren en aquel paisaje desolado, pero no carecen de entretenimiento: ahí están Lucky y Pozzo para proporcionárselo. Son los «clowns» de los «clowns», los representantes de una sociedad que se rige según las viejas normas del poder que esclaviza a todos los demás. Hasta el Muchacho que hace de mensajero no es más, junto a su hermano, que un jornalero en la hacienda de Godot. No hay pues ni ángeles ni ensueños ni revelaciones extrasensoriales en la historia, nada que se salga de lo que, en otro entorno, consideraríamos «normal». O tal vez sí, un solo milagro: que el árbol eche hoja en el entreacto. ¿Sarcasmo o descuido del autor? Avanzada desde bien temprano por Sastre y desarrollada más tarde por parte de la crítica mundial, esta actitud estrictamente «realista» del teatro de Samuel Beckett se irá afirmando a lo largo de ese primer tramo de su obra que va hasta Días felices (1961) para concretarse en su último teatro – como indica Antonia Rodríguez-Gago – en un tenue conjunto de imágenes y voces que podría encuadrarse en el minimalismo más extremo.

Enmarcado así históricamente entre el realismo y la metafísica, ¿qué ven hoy los nuevos espectadores que asisten a la función del Valle-Inclán? Habrá que reconocer, en primer lugar, que tienen suerte: el montaje de Alfredo Sanzol no puede ser mejor. No sólo respeta al pie de la letra el texto y las acotaciones del autor, sino que expone el cuadro de una manera clara y en un ambiente, por decirlo así, luminoso. No es fácil hacerlo de otra manera, porque la de Beckett es una partitura en la que todo está marcado, pero Sanzol lo hace, además, con convencimiento y un gusto refinado. Prueba de ello es el cuidado que ha puesto en la interpretación de sus actores – Miguel Ángel Amor, Paco Déniz, Juan Antonio Lumbreras, Juan Antonio Quintana y Pablo Vázquez – que están todos magníficos y clavados en su papel. De modo que la representación va como un guante hasta el punto de que, en un gesto puramente beckettiano, es Vladimir quien «pincha» las hojas en el árbol entre la primera y la segunda parte. Ya no queda en la obra ni ese ínfimo «milagro», todo es como es, no hay apariencia alguna. Pero, volviendo a la pregunta anterior, ¿qué conclusiones puede sacar un joven espectador que ve por vez primera Esperando a Godot en estos tiempos postmodernos en los que ya no existen ni credos literarios, ni escuelas de pensamiento, ni ideologías? Él es quien nos lo tiene que decir, pero yo me atrevería al menos a avanzar una primera sugerencia: que no hay nada que «concluir» o «interpretar» sino estar bien atento a la palabra del autor, la presencia de los actores y las situaciones planteadas por estos. Probablemente sea el día de hoy el momento más oportuno para presenciar la obra de Beckett como él lo hubiera deseado: a pelo, sin galas añadidas ni mayores alharacas. La puesta en escena de Sanzol está dirigida a ese espectador sin prejuicios ni ideas adquiridas que es el espectador contemporáneo, a quien invita a leer un libro abierto y sin chafarrinones. Y el espectador se involucra en la lectura aunque haya partes que no termine de entender a la primera. Cuando salga a la calle y contemple la realidad, todo se irá poniendo en su lugar.

David Ladra

Título: Esperando a Godot (En attendant Godot) – Autor: Samuel Beckett – Versión: Ana María Moix – Dirección: Alfredo Sanzol – Intérpretes: Miguel Ángel Amor (Muchacho); Paco Déniz (Estragón); Juan Antonio Lumbreras (Vladimir); Juan Antonio Quintana (Lucky); Pablo Vázquez (Pozzo) – Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar – Iluminación: Pedro Yagüe – Producción: Centro Dramático Nacional – Teatro Valle-Inclán, del 19 de abril al 19 de mayo 2013


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