Mirada de Zebra

Expectación

El divulgador científico Eduard Punset llegó a la conclusión de que probablemente la sede de la felicidad está en una antesala. Es decir, sentimos placer y entusiasmo no tanto cuando se cumplen nuestros deseos, sino en el preludio, mientras percibimos que éstos están a punto de cumplirse. Cuenta Punset que esta idea le sobrevino gracias a su perra. Cuando cocinaba comida para ella, ésta revoloteaba gozosa a su alrededor, con la saliva haciéndose cascada lengua abajo. En esos momentos la perra estaba exultante. Sin embargo, en cuanto Punset ponía lo cocinado en el plato, la perra se calmaba, su rabo dejaba de coletear y, apaciblemente tumbada, se comía lo servido. Una vez el animal paladeaba aquello que había despertado su apetito, ya no había resorte que la hiciera brincar de alegría.

La perra de Punset enseña algo útil en relación con el público: mantener viva la expectativa sostiene el interés y el placer, pero éstos desaparecen en cuanto el deseo que encendió la expectativa se consuma.

Recuerdo ver hace años “Isaac” del coreógrafo y bailarín Germán Jáuregui. La pieza empezaba con Jáuregui en cuclillas sobre una silla de madera y con un serrucho en la mano con el que cortaba una de las patas que le sostenía. Después, manteniéndose en equilibrio sobre la silla, esta vez sobre tres patas, empezó a serrar la segunda. Era una acción larga y repetitiva, pero el público se fue acumulando alrededor, con el interés despierto, esperando a que se sirviese aquello que se estaba cocinando, como la perra de Punset.¿Sería capaz de serrar la tercera pata? ¿Qué haría después? ¿Se caería? ¿Nos sorprendería con algún movimiento inesperado? Nadie abandonó el lugar hasta ver el desenlace.

La palabra «espectador» viene del latín «spectare», que significa mirar. De ahí que espectador sea «quien mira» y espectáculo «aquello que se mira». Sabemos, sin embargo, que la mirada del espectador no es mera contemplación, es una mirada que, secretamente, espera ver algo que todavía desconoce. Son unos ojos que se asoman, curiosos, a la incertidumbre que habita en todo espacio escénico, donde cualquier cosa puede pasar y, además, algo tiene que pasar. La mirada del espectador está, irremediablemente, cargada de expectación.
«Expectación», por su parte, surgió cuando al verbo «spectare» se le añadió una «x» para convertirse en «expectare», y adquirir el significado de mirar esperando a que algo suceda. Si un espectador no es alguien que simplemente observa, sino que mira con la expectación encendida, quizá resulte más útil pensarlo como «expectador» aunque le sigamos llamando «espectador».

Hay en la expectación algo latente que está por suceder, algo que se intuye pero no se desvela, una puesta en escena, como diría Barthes, de la «aparición-desaparición» que también se da las relaciones eróticas. Seducir la atención requiere, por tanto, abrir huecos en la comunicación con la esperanza de que sean completados por el espectador. Hablamos de huecos que niegan su aparente vacío: son espacios donde la imaginación del espectador fertiliza y la oquedad sirve para cobijar sus pensamientos, emociones, asociaciones.

Sobre las virtudes de la omisión decía Hemingway escribir sus historias, siguiendo lo que denominó la «teoría del iceberg». Sus textos, como los icebergs, sólo dejan visible una pequeña parte de lo que se cuenta, mientras que lo esencial queda como sostén oculto para quien quiera descubrirlo. Así lo explicaba él mismo: «He descubierto pocas cosas que son ciertas. Si omites cosas o eventos importantes que conoces, la historia se fortalece. Si prescindes de algo o te saltas algo porque no lo sabes, la historia no tendrá valor. La prueba de cualquier historia es cuán bueno es el material que tú, no tus editores, omites».

Esta forma de narrar que propone Hemingway invita en la creación a sugerir más que mostrar, a aludir sin señalar, a que la insinuación sea la más provocadora de las provocaciones. Su metáfora del iceberg es bella y precisa: de la misma manera que la geografía de la parte del iceberg que emerge del agua -sus picos, sus llanuras, sus planicies- es consecuencia de la geografía de la parte sumergida, pues todo ello conforma una gran pieza de hielo; en una obra aquello que se resguarda permite dar forma a lo que se muestra. Es decir, tal y como sucede con el iceberg, en una obra lo que es velado permite dotar de sentido y detalle a lo que en la superficie aflora. Sin embargo, hay una diferencia importante: mientras en un iceberg la división entre lo que se ve y lo que subyace es circunstancial, dado que viene determinado por el vaivén del agua, en una creación el umbral que determina qué se muestra y qué se oculta es decisión de quien crea.

Detengámonos en un ejemplo. Hay una obra de Bob Wilson que me impactó especialmente. Era una instalación artística titulada “Memory/Loss” Pérdida de memoria. En ella se podía ver una larga habitación y dentro de ella un cuerpo enterrado al nivel de los hombros en una planicie agrietada. La cabeza estaba cubierta hasta los ojos por lo que parecía una tela bien ceñida gracias a una especie de cuerda anudada en la frente. Al mismo tiempo se escuchaba una atmósfera sonora que mezclaba sonidos de agua, truenos, teléfonos, ladridos… fragmentos del texto “Tierra baldía” de T.S. Elliot y un violín. Las impresiones ante la instalación sobrevenían con facilidad: soledad, incomunicación, abandono, aislamiento, deshumanización… La plasticidad de la composición era subyugante. Pero ¿qué era lo que la sostenía? ¿Cuál era la parte sumergida?

Lo supe tiempo después. La obra estaba inspirada en una carta que Heiner Müller había escrito al propio Wilson. En ella describía una tortura ideada por los mongoles con la que sometían a sus prisioneros para dejarlos sin memoria. A los rehenes que iban a ser destinados para uso doméstico de los conquistadores, se les rapaba el pelo y se les ponía un casco hecho con piel fresca de camello. Después se les enterraba hasta los hombros y los dejaban expuestos al sol. El calor contraía la piel del camello estrujando la cabeza del prisionero y, como consecuencia, el pelo comenzaba a crecer en dirección contraria, hacia el cráneo. El torturado, si sobrevivía, perdía la memoria en cinco días y sería un servidor fiel que no causaría problemas. «No hay revolución sin memoria», decía Müller en la carta. No era necesario saber todo esto para admirar la pieza y, sin embargo, aquello que el público ignoraba, la parte sumergida, determinaba con precisión los rasgos de la pieza: sus colores, el espacio, la escultura humana, la música, las palabras… De aquí se extrae un aprendizaje fértil: podemos desconocer las razones que hay detrás de una obra artística, pero nunca somos indiferentes a la fuerza del impulso que la aviva. En el arte lo intelectual siempre está supeditado a lo sensorial y emocional.

De todo lo anterior y en relación con el juego de la expectativa se abre una hermosa posibilidad: pensar la obra como un paisaje de indicios que el espectador persigue con su imaginación, su sensibilidad, su memoria. Invitar a que cada cual haga de ese itinerario un mundo en el que fugazmente habita. Es decir, entender que lo que en escena acontece tiene múltiple autoría: es de quienes hacen y también de quienes miran. Retarnos, en definitiva, a que el teatro sea una creación inevitablemente compartida.


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