Críticas de espectáculos

Santa Perpetua/Laila Ripoll/Micomicón Teatro

Una bicicleta oxidada, metáfora de la Guerra Civil

 

 

Título: Santa Perpetua – Autor: Laila Ripoll – Intérpretes: Juan Ripoll (Pacífico), Manuel Agredano (Plácido), Marcos León (Perpetua), Mariano Llorente (Zoilo) – Escenografía y diseño gráfico: Arturo Martín Burgos – Vestuario: Almudena Rodríguez Huertas – Selección músicas tradicionales: Marcos León – Iluminación: Luis Perdiguero – Dirección: Laila Ripoll – Producción: Micomicón.

La exhumación, en el término municipal leonés de Priaranza del Bierzo, de una fosa común conteniendo los restos de trece represaliados del franquismo marcó, en octubre de 2000, el inicio de un proceso de recuperación de la memoria histórica que, a pesar de los denodados esfuerzos de los herederos de aquel régimen por dinamitarlo, ha abierto un debate en la sociedad española que, de no resolverse adecuadamente, seguirá retrasando el final de nuestra contienda civil hasta la consumación de los tiempos. De las 180.000 víctimas de la represión de los sublevados de las que habla el historiador Paul Preston, se habrán recuperado hasta la fecha menos de 1.500 cadáveres, de modo que a ese ritmo, conjugado con la inexorable acción de la Parca sobre los pocos testigos de los hechos que aún nos quedan, las probabilidades de que ese agujero negro en nuestra Historia quede sin rellenar aumentan exponencialmente con los años. Y no parece conveniente para el decoro de ningún país civilizado el que se exhiba así, harapiento, con esos descosidos y rotos en su vestimenta.

Por ello hay que saludar, en un panorama teatral entregado más bien a la diversión y el hedonismo, la aparición de Santa Perpetua, la nueva obra escrita y dirigida por Laila Ripoll con su grupo Micomicón que, tras su estreno en el Festival Madrid Sur, se ha representado hasta hace poco en la sala Cuarta Pared. No es la primera vez que la actriz, autora y directora se enfrenta a las secuelas de nuestra guerra civil – habrá que recordar su Los niños perdidos (2005) o su Cancionero republicano (2006) – ni al tema de las fosas – sarcásticamente tratado en su contribución, Un hueso de pollo, al espectáculo Restos de Producciones Inconstantes el año pasado – pero hay en esta su Santa Perpetua una voluntad de profundizar en los hechos históricos que va más allá de la mordacidad y la acrimonia, espléndidamente servidas por la soberbia interpretación de Teresa Nieto, que convertían aquel corrosivo monólogo en un puñetazo en la boca del estómago.

Santa Perpetua se inscribe en ese teatro fantástico de éxtasis, trances y apariciones pías que, iniciado por los autores clásicos con clara pretensión hagiográfica, incita en los modernos el deseo de superar la brecha que separa lo real de lo grotesco. La protagonista, inspirada en un caso verídico, es una «santa» de las que aún hoy pululan por nuestros pueblos y ciudades ejerciendo «poderes» otorgados, en su inconmensurable benignidad, por la Divina Providencia: consagrar objetos de culto, imponer manos y sanar, interceder con todo el santoral, escrutar el pasado, adivinar el porvenir… Ciega y medio tullida, tendida en un camastro que puede desplazarse sobre ruedas y se adorna profusamente con estampas, reliquias y adminículos propios de un altar popular, la atienden sus hermanos, Pacífico y Plácido, sarasa éste y tonto de nacimiento aquél, que en casa, capricho de su difunta madre, se visten con ropas de mujer. Su vida transcurre sencilla y arreglada: parejas que vienen del otro lado de la Raya para recibir su bendición, casadas primerizas o a punto de parir, damas devotas que le hacen la «visita» (hay que apuntarse, hay cola), almas desamparadas que buscan su consuelo, otras que se preguntan que qué les va a pasar… y dejándole todos obsequios y estipendios, que es negocio modesto y saneado el de la santidad.

Si no fuera por esos raptos que la privan y la dejan baldada con tanto aparato meteórico y profusión de músicas y voces, Perpetua viviría feliz y satisfecha con sus «hermanas». Pero algo hay que, ya desde hace años, le rebulle por dentro. Y es que tiene dos cosas, una dehesa y una bicicleta oxidada, que más le valdría no tener. La bicicleta se la reclama Zoilo, uno cuya familia dejó el pueblo, y el secreto que guarda esa dehesa, ya se lo pueden ustedes suponer…

Con estos elementos tan castizos va construyendo Laila Ripoll su obra. Su gran acierto es encontrarle el tono apropiado porque, según el enfoque con el que se nos muestren, sus personajes pueden llegar a ser o espeluznantes o excesivamente caricaturescos. Y pienso que la autora no quería llegar a esos extremos sino mantenerse en el terreno propio de lo costumbrista e incluso del sainete – aunque sea tan cruel como lo son Plácido o El verdugo – distanciándose, en esta ocasión, del espanto que nos hiela la sangre en Los niños perdidos. Debe por tanto dar cabida al humor, aunque sea el tan negro de Goya o Valle-Inclán, para hacerle soportables al espectador los atroces sucesos que se narran. En aras de esa búsqueda de una comicidad cómplice y, por decirlo así, distanciadora, convierte la pareja de Pacífico y Plácido en un dúo siempre en oposición, defendiendo Plácido el tran-tran cotidiano que Pacifico subvierte sin cesar. En el mismo sentido, y esta vez como directora de escena, hay que entender la decisión de Laila Ripoll de que sea un hombre el que represente el papel de Perpetua. Es más, ha declarado que lo escribió para Marcos León en cuanto su cabeza rapada y lo ascético de su esquilmada figura acentúan el carácter grotesco del personaje. Incluso yo diría que lo acertado de su interpretación induce a hacerse el público la pregunta que se hacen sus hermanos, ¿es realmente Perpetua macho o hembra? Ambigüedad ésta que nos sitúa en el doble juego de los personajes femeninos disfrazados de jóvenes galanes en el teatro isabelino: un hombre interpretando a una mujer que hace de hombre, doble pirueta mortal.

Claro que, en ocasiones, la farsa es despiadada como cuando la «santa» quiere hacerse con Zoilo, a cambio de la dichosa bicicleta (y tal vez de algo más), la foto de la boda que no pudo hacerse con su padre, desengaño amoroso que luego desencadenó su venganza. Una tragedia que, en el momento más álgido de la obra, nos relatará la propia Perpetua, en trance, suplantando, como si fuera una medium, la personalidad de su víctima. No hay ya ningún asomo de comicidad ni risas en el público, sino el escalofrío que produce la verdad revelada por medio de esa transposición paranormal. Y es que, por un momento, la «santa» se convierte en «santera» y se deja llevar por el hechizo de un ritual, el de enterrar dignamente a los muertos, que también está presente en la exhumación de los restos de las víctimas de la guerra civil (ése era el «algo más» por el que Zoilo se aviene a hacerse la foto con Perpetua).

Como en una partida de dominó, las fichas van encajando unas con otras. La ceremonia nos lleva a Arrabal, lo grotesco a Nieva y el «trono» de Perpetua, así como algunos apuntes musicales de bandas de tambores y trompetas, a los de La Zaranda. Pero a pesar de algunas referencias contemporáneas, hay en la obra (o al menos, yo creo percibir) cierta indefinición temporal, reflejada tal vez por la vetusta imagen del vestuario, los accesorios y el decorado, que nos hacen difícil situarla. ¿Suceden los hechos a la muerte de Franco, en la Transición o en esta transitada Democracia? A mí, personalmente, esta Santa Perpetua me recuerda las más rabiosas obras de los últimos miembros de la generación realista: Las salvajes en Puente San Gil de Martín Recuerda, Diálogos de la herejía o Los gatos de Gómez Arcos, o Las viejas difíciles de Carlos Muñiz. Por no hablar, yendo mucho más lejos, de la Doña Perfecta de Galdós. Galdós, Valle, la generación realista, Arrabal, Nieva, La Zaranda… una genealogía de nuestro teatro que corre paralela a la anomalía, dolor y fracaso de nuestra Historia más reciente (Santos Juliá dixit) y en la que el espectáculo de Laila Ripoll y Micomicón en nada desentona.

David Ladra


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